El Santo Padre en la celebración de la Solemnidad de María Santísima Madre de Dios, día en que también se celebra la Jornada Mundial de la Paz 2019
El Santo Padre ha presidido esta mañana en la Basílica de San Pedro la Misa en la Solemnidad de María Santísima, Madre de Dios y ha recordado la Jornada Mundial de la Paz, que se celebra también este 1º de enero.
La buena política está al servicio de la paz (Mensaje del Santo Padre para la 52 Jornada Mundial de la Paz. 1 de enero de 2019)
«Todos los que lo oían se admiraban de lo que les habían dicho los pastores» (Lc 2,18). Admirarnos: a eso estamos llamados hoy, al final de la octava de Navidad, con la mirada puesta aún en el Niño que nos ha nacido, pobre de todo y rico en amor. Admiración: es la actitud que hemos de tener al comienzo del año, porque la vida es un don que siempre nos ofrece la posibilidad de recomenzar, incluso en las peores situaciones.
Pero hoy también es un día para admirarse ante la Madre de Dios: Dios es un niño pequeño en brazos de una mujer, que alimenta a su Creador. La imagen que tenemos delante nos muestra a la Madre y al Niño tan unidos que parecen una sola cosa. Es el misterio de este día, que produce una admiración infinita: Dios se ha unido a la humanidad para siempre. Dios y el hombre siempre juntos, esta es la buena noticia al inicio del año: Dios no es un señor distante que vive solitario en los cielos, sino el Amor encarnado, nacido como nosotros de una madre, para ser hermano de cada uno, para estar cerca: el Dios de la cercanía. Está en el regazo de su madre, que es también nuestra madre, y desde allí derrama una ternura nueva sobre la humanidad. Y nosotros entendemos mejor el amor divino, que es paterno y materno, como el de una madre que nunca deja de creer en los hijos y jamás los abandona. El Dios-con-nosotros nos ama independientemente de nuestros errores, de nuestros pecados, de cómo hagamos funcionar el mundo. Dios cree en la humanidad, donde destaca, la primera e inigualable, su Madre.
Al comienzo del año, pidámosle a Ella la gracia del asombro ante el Dios de las sorpresas. Renovemos el asombro de los orígenes, cuando nació en nosotros la fe. La Madre de Dios nos ayuda: Madre que engendró al Señor, nos engendra a nosotros para el Señor. Es madre y regenera en los hijos el asombro de la fe, porque la fe es un encuentro, no es una religión. La vida sin asombro se vuelve gris, rutinaria; lo mismo sucede con la fe. Y también la Iglesia necesita renovar el asombro de ser morada del Dios vivo, Esposa del Señor, Madre que engendra hijos. De lo contrario, corre el riesgo de parecerse a un bonito museo del pasado. La “Iglesia museo”. La Virgen, en cambio, lleva a la Iglesia la atmósfera de casa, de una casa habitada por el Dios de la novedad. Acojamos con asombro el misterio de la Madre de Dios, como los habitantes de Éfeso en el tiempo del Concilio. Como ellos, la aclamamos «Santa Madre de Dios». Dejémonos mirar, dejémonos abrazar, dejémonos tomar de la mano por Ella.
Dejémonos mirar. Especialmente en el momento de la necesidad, cuando nos encontramos atrapados por los nudos más intrincados de la vida, hacemos bien en mirar a la Virgen, a la Madre. Pero es hermoso sobre todo dejarnos mirar por la Virgen. Cuando Ella nos mira, no ve pecadores, sino hijos. Se dice que los ojos son el espejo del alma, los ojos de la llena de gracia reflejan la belleza de Dios, reflejan el cielo sobre nosotros. Jesús ha dicho que el ojo es «la lámpara del cuerpo» (Mt 6,22): los ojos de la Virgen saben iluminar toda oscuridad, vuelven a encender la esperanza en todas partes. Su mirada dirigida a nosotros nos dice: “Queridos hijos, ánimo; que estoy yo, vuestra madre”.
Esa mirada materna, que infunde confianza, ayuda a crecer en la fe. La fe es un vínculo con Dios que involucra a toda la persona, y que para ser protegido necesita a la Madre de Dios. Su mirada materna nos ayuda a sabernos hijos amados en el pueblo creyente de Dios y a amarnos entre nosotros, más allá de las limitaciones y de las orientaciones de cada uno. La Virgen nos arraiga en la Iglesia, donde la unidad cuenta más que la diversidad, y nos anima a cuidar los unos de los otros. La mirada de María recuerda que para la fe es esencial la ternura, que combate la tibieza. Ternura: la Iglesia de la ternura. Ternura, palabra que muchos quieren hoy borrar del diccionario. Cuando en la fe hay sitio para la Madre de Dios, nunca se pierde el centro: el Señor, porque María nunca se señala a sí misma, sino a Jesús; y a los hermanos, porque María es Madre.
Mirada de la Madre, mirada de las madres. Un mundo que mira al futuro sin mirada materna es miope. Podrá aumentar sus ganancias, pero ya no sabrá ver a los hombres como hijos. Tendrá beneficios, pero no serán para todos. Viviremos en la misma casa, pero no como hermanos. La familia humana se fundamenta en las madres. Un mundo en el que la ternura materna quede relegada a un mero sentimiento podrá ser rico en cosas, pero no rico en futuro. Madre de Dios, enséñanos tu mirada sobre la vida y vuelve tu mirada sobre nosotros, sobre nuestras miserias. Vuelve a nosotros tus ojos misericordiosos.
Dejémonos abrazar. Después de la mirada, entra en juego el corazón, en el que, dice el Evangelio de hoy, «María conservaba todas estas cosas, meditándolas» (Lc 2,19). Es decir, la Virgen guardaba todo en el corazón, abrazaba todo, hechos favorables y contrarios. Y todo lo meditaba, es decir, lo llevaba a Dios. Este es su secreto. Del mismo modo se preocupa por la vida de cada uno de nosotros: desea abrazar todas nuestras situaciones y presentarlas a Dios.
En la vida fragmentada de hoy, donde corremos el riesgo de perder el hilo, el abrazo de la Madre es esencial. Hay mucha dispersión y soledad a nuestro alrededor, el mundo está totalmente conectado, pero parece cada vez más desunido. Necesitamos confiarnos a la Madre. En la Escritura, Ella abraza numerosas situaciones concretas y está presente donde se la necesita: acude a la casa de su prima Isabel, ayuda a los esposos de Caná, anima a los discípulos en el Cenáculo… María es el remedio a la soledad y a la disgregación. Es la Madre del consuelo, que consuela[1] porque se queda con quien está solo. Ella sabe que para consolar no bastan las palabras, se necesita la presencia; y allí está presente como madre. Permitámosle abrazar nuestra vida. En la Salve la llamamos “vida (…) nuestra”: parece exagerado, porque Cristo es la vida (cfr. Jn 14,6), pero María está tan unida a Él y tan cerca de nosotros que no hay nada mejor que poner la vida en sus manos y reconocerla como “vida, dulzura y esperanza nuestra”.
Así pues, en el camino de la vida, dejémonos llevar de la mano. Las madres toman de la mano a los hijos y los introducen en la vida con amor. Pero cuántos hijos hoy van por su cuenta, pierden el rumbo, se creen fuertes y se extravían, se creen libres y se vuelven esclavos. Cuántos, olvidando el cariño materno, viven enfadados consigo mismos e indiferentes a todo. Cuántos, lamentablemente, reaccionan a todo y a todos, con veneno y maldad. La vida es así. En ocasiones, mostrarse malvados parece incluso signo de fortaleza. Pero es solo debilidad. Necesitamos aprender de las madres que el heroísmo está en darse, la fortaleza en ser misericordiosos, la sabiduría en la mansedumbre.
Dios no prescindió de su Madre: con mayor razón la necesitamos nosotros. Jesús mismo nos la dio, no en un momento cualquiera, sino en la cruz: «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19,27) dijo al discípulo, a cada discípulo. La Virgen no es algo opcional: debe acogerse en la vida. Es la Reina de la paz, que vence el mal y guía por el camino del bien, que trae la unidad entre los hijos, que educa en la compasión.
Tómanos de la mano, María. Aferrados a ti superaremos los recodos más estrechos de la historia. Llévanos de la mano para redescubrir los lazos que nos unen. Reúnenos juntos bajo tu manto, en la ternura del amor verdadero, donde se reconstituye la familia humana: “Bajo tu protección nos acogemos, Santa Madre de Dios”. Digámoslo todos juntos a la Virgen: “Bajo tu protección nos acogemos, Santa Madre de Dios”.
¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días y feliz año a todos!
Hoy, octavo día después de Navidad, celebramos a la Santa Madre de Dios. Como los pastores de Belén, nos quedamos con la mirada fija en Ella y en el Niño que tiene en sus brazos. Y de ese modo, mostrándonos a Jesús, el Salvador del mundo, Ella, la madre, nos bendice. Hoy la Virgen nos bendice a todos, a todos. Bendice el camino de cada hombre y mujer en este año que inicia, y que será bueno precisamente en la medida en que cada uno acoja la bondad de Dios que Jesús vino a traer al mundo.
En efecto, es la bendición de Dios la que da sustancia a todas las felicitaciones que nos intercambiamos en estos días. Y hoy la liturgia recoge la antiquísima bendición con la que los sacerdotes israelitas bendecían el pueblo. Escuchemos bien, dice así: «El Señor te bendiga y te proteja. El Señor ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor. El Señor te muestre tu rostro y te conceda la paz» (Nm 6,24-26). Esta es la bendición antiquísima.
Hasta tres veces el sacerdote repetía el nombre de Dios, “Señor”, extendiendo las manos sobre el pueblo reunido. En la Biblia, de hecho, el nombre representa la realidad misma que viene invocada, y así, “poner el nombre” del Señor sobre una persona, una familia, una comunidad significa ofrecerles la fuerza benéfica que sale de Él.
En esa misma fórmula, dos veces se nombra el “rostro”, el rostro del Señor. El sacerdote pide que Dios lo “ilumine” y lo “muestre” a su pueblo, y así le conceda la misericordia y la paz.
Sabemos que según las Escrituras el rostro de Dios es inaccesible al hombre: nadie puede ver a Dios y seguir vivo. Eso expresa la trascendencia de Dios, la infinita grandeza de su gloria. Pero la gloria de Dios es toda Amor, y por tanto, aún siendo inaccesible, como un Sol que no se puede mirar, irradia su gracia sobre toda criatura y, de modo especial, sobre los hombres y mujeres, en los que más se refleja.
«Cuando llegó la plenitud de los tiempos» (Gal 4,4), Dios se reveló en el rostro de un hombre, Jesús, «nacido de mujer». Y aquí volvemos a la imagen de la fiesta de hoy, de la que hemos partido: la imagen de la Santa Madre de Dios, que nos muestra al Hijo, Jesucristo, Salvador del mundo. Él es la Bendición para cada persona y para toda la familia humana. Él, Jesús, es fuente de gracia, de misericordia y de paz.
Por eso, el santo Papa Pablo VI quiso que el primero de enero fuese la Jornada Mundial de la Paz; y hoy celebramos la 52ª edición, que tiene por tema: La buena política está al servicio de la paz. No pensemos que la política esté reservada solo a los gobernantes: todos somos responsables de la vida de la “ciudad”, del bien común; y también la política es buena en la medida en que cada uno cumple su parte al servicio de la paz. Que en ese compromiso diario nos ayude la Santa Madre de Dios.
Querría que todos la saludásemos ahora, diciendo tres veces: “Santa Madre de Dios”. Juntos: “Santa Madre de Dios”, “Santa Madre de Dios”, “Santa Madre de Dios”.
Queridos hermanos y hermanas, en el día de Navidad dirigí a Roma y al mundo un mensaje de fraternidad. Hoy lo renuevo como deseo de paz y prosperidad. Y recemos todos los días por la paz.
Agradezco al Señor Presidente de la República Italiana las felicitaciones que me envió ayer tarde. Que el Señor bendiga siempre su alto y valioso servicio al pueblo italiano.
Mis felicitaciones cordiales van especialmente a vosotros, queridos romanos y peregrinos que hoy estáis aquí en la Plaza de San Pedro, tan numerosos. ¡Esto parece una canonización! Saludo a los participantes en la manifestación “Paz en todas las tierras”, organizada por la Comunidad de San Egidio. Y aquí quiero expresar mi aprecio y mi cercanía a las innumerables iniciativas de oración y de compromiso por la paz que en esta Jornada se realizan en todas partes del mundo, promovidas por las comunidades eclesiales; recuerdo en particular la que anoche tuvo lugar en Matera.
Por intercesión de la Virgen María, que el Señor nos conceda ser artesanos de paz −y esto comienza en casa, en la familia: artesanos de paz− cada día del nuevo año. Y os deseo, otra vez, un feliz y santo año. Por favor, no os olvidéis de rezar por mí. ¡Buen provecho y hasta la vista!
Fuente: vatican.va.
Traducción de Luis Montoya.
[1] En italiano, el Papa hace un juego de palabras: “che con-sola: sta con chi è solo” (ndt).
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