Ha afirmado el Papa en su Homilía durante las primeras Vísperas de la Solemnidad de María Santísima Madre de Dios y el Te Deum de acción de gracias por el año que concluye
Esta tarde, el Santo Padre ha presidido las primeras Vísperas de la Solemnidad de María Santísima Madre de Dios, liturgia a la que ha seguido la exposición del Santísimo Sacramento, el canto del tradicional himno del ‘Te Deum’ de agradecimiento por la conclusión del año civil y la Bendición Eucarística.
Al término de la celebración, el Papa se ha dirigido a la Plaza de San Pedro para detenerse en oración ante el Pesebre.
Al término del año, la Palabra de Dios nos acompaña con estos dos versículos del apóstol Pablo: «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos» (Gal 4,4-5). Son expresiones concisas y densas: una síntesis del Nuevo Testamento que da sentido a un momento “crítico” como es siempre el cambio de año.
La primera expresión que nos sorprende es «plenitud de los tiempos». Asume una resonancia particular en estas horas finales de un año solar, en el que sentimos aún más la necesidad de algo que llene de significado el paso del tiempo. Algo o, mejor, alguien. Y ese “alguien” ha venido, Dios lo ha enviado: es «su Hijo», Jesús. Hemos celebrado hace poco su nacimiento: «nacido de mujer», la Virgen María; «nacido bajo la Ley», un niño judío, sometido a la Ley del Señor. Pero, ¿cómo es posible? ¿Cómo puede ser esa la señal de la «plenitud de los tiempos»? Cierto, de momento es casi invisible e insignificante, pero en el curso de poco más de treinta años, ese Jesús liberará una fuerza inaudita, que dura todavía y durará toda la historia: la fuerza del Amor. Es el amor lo que da plenitud a todo, incluso al tiempo; y Jesús es el “concentrado” de todo el amor de Dios en un ser humano.
San Pablo dice claramente porqué el Hijo de Dios nació en el tiempo, cuál es la misión que el Padre le mandó cumplir: nació «para redimir». Esta es la segunda palabra que sorprende: redimir, es decir sacar de una condición de esclavitud y devolver la libertad, la dignidad, con la libertad propia de los hijos. La esclavitud que el apóstol tiene en mente es la de la «Ley», entendida como conjunto de preceptos que cumplir, una Ley que si bien educa al hombre y es pedagógica, sin embargo no lo libera de su condición de pecador, es más, por así decir lo “clava” a esa condición, impidiéndole alcanzar la libertad del hijo.
Dios envió al mundo a su Hijo Unigénito para arrancar del corazón del hombre la esclavitud antigua del pecado y restituirle su dignidad. Pues del corazón humano −como enseña Jesús en el Evangelio (cfr. Mc 7,21-23)− salen todas las malas intenciones, las iniquidades que corrompen la vida y las relaciones.
Y aquí debemos detenernos, pararnos a pensar con dolor y arrepentimiento porque, también durante este año que llega a su fin, muchos hombres y mujeres han vivido y viven en condiciones de esclavitud, indignas de personas humanas.
Incluso en nuestra ciudad de Roma hay hermanos y hermanas que, por diversos motivos, se encuentran en ese estado. Pienso, en particular, en cuantos viven sin hogar. Son más de diez mil. En invierno su situación es especialmente dura. Todos son hijos e hijas de Dios, pero diversas formas de esclavitud, a veces muy complejas, les han llevado a vivir al límite de la dignidad humana. También Jesús nació en una condición similar, pero no por casualidad o por accidente: quiso nacer así, para manifestar el amor de Dios por los pequeños y los pobres, y así echar en el mundo la semilla del Reino de Dios, Reino de justicia, de amor y de paz, donde nadie es esclavo, sino que todos son hermanos, hijos del único Padre.
La Iglesia en Roma no quiere ser indiferente a las esclavitudes de nuestro tiempo, y tampoco simplemente observarlas y ayudarlas, sino que quiere estar dentro de esa realidad, cercana a esas personas y a esas situaciones. Cercana, materna.
Esa forma de la maternidad de la Iglesia me gusta alentarla mientras celebramos la divina maternidad de la Virgen María. Contemplando ese misterio, reconocemos que Dios «nació de mujer» para que nosotros pudiésemos recibir la plenitud de nuestra humanidad, «la adopción de hijos». De su anonadamiento hemos sido elevados. De su pequeñez vino nuestra grandeza. De su fragilidad, nuestra fuerza. De su hacerse siervo, nuestra libertad.
¿Qué nombre dar a todo esto, si no Amor? Amor del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, a quien esta noche la santa madre Iglesia eleva en todo el mundo su himno de alabanza y de agradecimiento.
Fuente: vatican.va.
Traducción de Luis Montoya.
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