Como las encuestas dan miedo, miramos hacia otro lado, sin querer entender que el invierno demográfico es un suicidio en cómodos plazos
No hay dos sin tres ni siquiera para la cultura de la muerte. Teníamos a un lado el aborto y al otro extremo la eutanasia; en medio, como a los votantes no los van a matar, se ha instalado una sociedad infecunda, cada vez con menos hijos. Como las encuestas dan miedo, miramos hacia otro lado, sin querer entender que el invierno demográfico es un suicidio en cómodos plazos.
Alejandro Macarrón, máximo experto, se pregunta: «¿Por qué no se hace apenas caso al problema de baja natalidad y al llamado invierno/suicidio demográfico que genera?»; y se responde: «La explicación principal, por mi experiencia como divulgador del tema, es que el problema de la baja natalidad es un asunto incómodo para una gran parte de la gente que no tiene o no quiere tener (apenas) hijos […]. Aproximadamente la mitad de los españoles acaba teniendo uno o ningún hijo. Y claro, a los políticos, que saben que, para que les voten, hay que agradar al votante potencial, les da miedo hablar de que España se está labrando la ruina por falta de niños […]. Temen que muchos de los numerosísimos votantes sin hijos o sin ganas de tenerlos se sientan “reñidos”».
Tiene razón. A pesar de nuestra vocación de familia numerosa y tras haberlo intentado con todas mis ganas (ejem), sólo he tenido dos hijos, y yo me siento culpable cuando se habla del asunto. Pero hay que hacerlo, seguir hablando. Quizá no sea tan egoísta como me lo parece a veces escribir de lo graciosos que son mis niños y del precioso privilegio que es la paternidad, para que se anime alguien.
Al argumento de Alejandro Macarrón se le puede sumar su viceversa, porque, cada vez que se plantea el problema demográfico, la gente acusa a los políticos de no dar ayudas suficientes o de no crear un entorno socioeconómico que favorezca la paternidad. Estamos, pues, ante un círculo vicioso: los políticos riñen o quisieran reñir a la gente y la gente recrimina a los políticos. En realidad, todos tienen razón: hay sociedades más pobres y en peores condiciones donde se tienen muchos más hijos y hay países que ayudan incomparablemente más a las familias. Pero para romper el círculo vicioso de esa culpabilidad en bucle sería necesario que cada cual tomase las decisiones que están a su alcance y sólo después pidiese cuentas a los otros. Hay sólo una cosa aprovechable en la palabra "suicidio demográfico": parece avisarnos de que la decisión está en cada uno.