El optimismo apostólico parece como renovarse también en Adviento, con la reiteración en la liturgia de pasajes que describen montes derretidos como cera, valles aplanados, o armas de guerra transformadas en arados…
Probablemente lo he escrito en alguna otra ocasión, pero no me importa repetir la insistencia de san Juan Pablo II en unir a la Iglesia y al ser humano en el camino hacia la venida de Cristo. Desde su primera encíclica, Redemptor hominis, de 4 de marzo de 1979, presentó al Redentor como centro del cosmos y de la historia. Unido a la preparación del tercer milenio, ocupará ya un papel central en su magisterio, y en el de los sucesores, acentuado hoy con el papa Francisco.
En el número primero de la encíclica afirmaba que "también nosotros estamos, en cierto modo, en el tiempo de un nuevo Adviento, que es tiempo de espera: «Muchas veces y en muchas maneras habló Dios en otro tiempo a nuestros padres por ministerio de los profetas; últimamente, en estos días, nos habló por su Hijo...», por medio del Hijo-Verbo, que se hizo hombre y nació de la Virgen María. En este acto redentor, la historia del hombre ha alcanzado su cumbre en el designio de amor de Dios. Dios ha entrado en la historia de la humanidad y en cuanto hombre se ha convertido en sujeto suyo, uno de los millones y millones, y al mismo tiempo Único".
Desde esa perspectiva, interrogaba a la Iglesia y a sí mismo, con preguntas que quizá muchos se repiten, de la mano de los textos litúrgicos, cuando comienza un nuevo año con el Adviento: ante las vías por las que el Concilio Vaticano II encaminó a la Iglesia, a todos los creyentes, "podemos justamente preguntarnos: ¿Cómo? ¿De qué modo hay que proseguir? ¿Qué hay que hacer a fin de que este nuevo adviento de la Iglesia, próximo ya al final del segundo milenio, nos acerque a Aquel que la Sagrada Escritura llama: «Padre sempiterno», Pater futuri saeculi? Esta es la pregunta fundamental que el nuevo Pontífice debe plantearse, cuando, en espíritu de obediencia de fe, acepta la llamada según el mandato de Cristo dirigido más de una vez a Pedro: «Apacienta mis corderos», que quiere decir: Sé pastor de mi rebaño; y después: «... una vez convertido, confirma a tus hermanos» (n. 7).
Lógicamente, se abandonaba en santa María, Madre de la Iglesia, ante el nuevo Adviento de la humanidad: “Espero que, gracias a esta oración, podamos recibir el Espíritu Santo que desciende sobre nosotros y convertirnos de este modo en testigos de Cristo «hasta los últimos confines de la tierra», como aquellos que salieron del Cenáculo de Jerusalén el día de Pentecostés (n. 22).
Fue un gran objetivo apostólico de Juan Pablo II, en el contexto del gran Jubileo del año 2000: muy pronto, invitó a los fieles a vivir el período de espera como un nuevo adviento. Lo repitió muchas veces, en el contexto de la acción del Espíritu Santo sobre la Iglesia (por ejemplo, en Enc. Dominum et vivificantem, de 18 de mayo de 1986), así como en su continua referencia a la nueva evangelización. De hecho, la preparación del Año 2000 es una de las claves hermenéuticas del pontificado, consolidada con la firma de la carta Novo Millennio ineunte, de 6 de enero 2001, sobre el nuevo camino abierto para la Iglesia al cerrarse la puerta sacra de la basílica de san Pedro.
A lo largo de esos años de cambio, se manifestó a fondo la antropología positiva propia del cristianismo. El optimismo apostólico parece como renovarse también en Adviento, con la reiteración en la liturgia de pasajes que describen montes derretidos como cera, valles aplanados, o armas de guerra transformadas en arados, en herramientas de cultivo.
La liturgia actualiza la Encarnación del Señor y renueva el deseo de su segunda Venida al final de los tiempos. A partir del 17 de diciembre, dispone para la venida inmediata de Jesucristo en la Navidad, con los bellísimos títulos mesiánicos incluidos en las antífonas mayores, recitadas también antes del Evangelio de cada día.
En el Adviento de 2016, el papa Francisco se refirió a una tercera venida, entre la primera y la última: “el Señor nos visita continuamente, cada día, camina a nuestro lado y es una presencia de consolación”. Me recuerda un texto clásico de san Josemaría Escrivá, en Forja 548: "Ha llegado el Adviento. ¡Qué buen tiempo para remozar el deseo, la añoranza, las ansias sinceras por la venida de Cristo!, ¡por su venida cotidiana a tu alma en la Eucaristía! −«Ecce veniet!» −¡que está al llegar!, nos anima la Iglesia".
Se unen sentido cristológico, mariano y eucarístico de esta época del año, que aporta siempre nuevas luces: no sólo las de las calles de las grandes ciudades y las de los árboles de navidad, con su profundo sentido religioso tan querido de Benedicto XVI: esplendor que envolvió a los pastores; estrella de los Magos; luces en el camino hacia Belén, Egipto y Nazaret de la Sagrada Familia, gran modelo de los hogares cristianos.