Hay que asombrarse de la sutil e insondable inteligencia de nuestras criaturas. La atención se está convirtiendo, poco a poco, y según los expertos más atentos, en el gran valor de nuestro tiempo
Fijándome, he caído en una vieja verdad pedagógica que trata, justo, de la atención. ¿No echamos más cuenta a nuestros hijos cuando se portan peor o no comen o se pelean o gritan? Les reñimos con energía llevados por nuestro agudo sentido del deber y el deseo de mejorarlos.
Pero entonces, aunque les riñamos o castiguemos, les premiamos. Y al revés: si que se porten bien se convierte en nuestra coartada para descansar de ellos, les castigamos. Nada valoran tanto como nuestra atención. Tanto, que nuestras broncas pueden compensarles, si así estamos más pendientes. ¿Terminamos fomentando sin querer lo que no queremos porque eso produce una atención instantánea e intensa?
Hay que asombrarse de la sutil e insondable inteligencia de nuestras criaturas. La atención se está convirtiendo, poco a poco, y según los expertos más atentos, en el gran valor de nuestro tiempo. El más amenazado también. Las nuevas tecnologías hacen mucho daño a nuestra capacidad de concentración y todo el mundo sabe hasta qué punto las redes sociales pueden distanciarte de los que tienes al lado. Hay quien trabaja ya con la idea de que la atención es el nuevo coeficiente intelectual y lo que diferencia a las personas más eficientes. En realidad, todo esto lo sabían los clásicos, que consideraban la atención un efecto directo del amor y uno de los más valiosos subproductos del arte.
Por instinto, los hijos están dispuestos a cualquier sacrificio por conseguir y acaparar el bien de la atención de sus padres, incluso el de portarse mal. Hace poco leí que, en español, italiano y portugués, la atención se presta; en francés, se hace; en inglés, se paga y en alemán se regala. A esa curiosidad de idiomas comparados, habría que sumar que nuestros hijos la arrebatan. Con las armas que les dejamos y que suelen ser, ay, la trastada y el desorden.
Ahora bien, podríamos ofrecer otras alternativas a estos pequeños seres maquiavélicos. Repartir nuestra atención a partes iguales entre el elogio a lo que hacen bien, que es más, y el alarido por lo que hacen mal. Uno de los siete sabios de Grecia, Solón de Atenas, aconsejaba al gobernante que se sostuviese sobre dos piernas simétricas: el castigo y el premio. Cualquier otra cosa sería cojear; aunque yo, con nuestros hijos, sería partidario de una leve cojera elegante a favor del favor. Agustín de Hipona ya dijo que el mal, en verdad, no existe: solo es ausencia de bien. ¿Vamos a darle más importancia a un vacío metafísico que a la gloria sustancial de lo bueno?
Pero ¿no sería dejación de funciones? ¡Oh, no! Hay otros sistemas pedagógicos. Está el aristocrático, muy eficaz si vemos lo educaditos que solían estar esos retoños. Consiste en que los padres disfrutan un rato con los niños mientras se portan cual príncipes rococós. Al primer conato de revolución, se toca una campanilla, aparece una nanny inmediata y solícita y se priva a los hijos del privilegio que por naturaleza más desean: estar con sus padres. Es limpio y cómodo, pero, vaya, imperfecto: resulta complejo, con contraindicaciones y, sobre todo, caro…
Segunda opción. Castigar a nuestros hijos con el látigo de nuestra indiferencia, siempre que sus travesuras nos permitan mirar para otro lado. Como los padres alguna vez tenemos que descansar, hacerlo, precisamente, cuando no merezcan nuestra admiración. Nosotros respiramos algo y ellos, de paso, aprenden que zascandileando no se apoderarán de nuestro tiempo.
Habrá que reconvenirles a veces, qué remedio. Ni entonces todo está perdido. Propongo graduar la implicación personal. Reñirles con prisa, cortando por lo sano, tajantes, expeditivos, sin eternizar el conflicto (cuidado con los preadolescentes) y sin traslucir angustia personal. Guardar nuestra implicación, energía y entusiasmo para la alabanza y el aplauso. Estoy seguro de que este método de atención asertiva producirá grandes efectos en su comportamiento y, en el peor de los casos, les habremos dejado claro que, en la jerarquía del ser, lo bueno y lo hermoso valen infinitamente más que la lata y el follón.