La piedra de toque debería ser el misterio del reinado universal de Jesucristo, que acabamos de contemplar en el último domingo del año litúrgico
Ha tenido mucho eco el discurso del presidente francés en el centenario del armisticio que puso fin a la primera guerra mundial. Lo pronunció ante cerca de ochenta jefes de Estado y de gobierno en un lugar tan emblemático como el Arco del Triunfo en París. Destaca su rotunda frase de que “el patriotismo es exactamente lo contrario del nacionalismo”, con el corolario que califica a esta ideología como “traición al patriotismo”: búsqueda del interés propio sin importar nada el de los demás. Se supone que Emmanuel Macron tenía en su mente no sólo el crecimiento de posiciones identitarias en Francia, sino el America first de Donald Trump, sentado a pocos metros, en la primera fila de la tribuna de los líderes mundiales.
La neta distinción entre la virtud del patriotismo, parte de la clásica pietas, y el nacionalismo en sentido estricto, es un capítulo esencial, bien conocido, de la doctrina social de la Iglesia católica. Constituye una exigencia de la universalidad de la enseñanza de Cristo, aunque no hayan faltado manifestaciones nacionalistas en tantos lugares y momentos de la historia, también reciente.
El nacionalismo es dañino para el orden mundial, aunque la humanidad parece no aprender la amarga lección. Quienes provocan la mayor parte de los conflictos regionales de las últimas décadas, olvidan las dramáticas consecuencias de las dos guerras mundiales del siglo XX.
Más grave aún es el nacionalismo dentro de la Iglesia, que rompe la túnica inconsútil de Jesucristo. Aunque los católicos no estamos inmunizados ante esa tentación, afecta más a otros cristianos, como se comprueba en el origen de los grandes cismas. Y se sigue proyectando en la actualidad, con las tensiones dentro del anglicanismo y, sobre todo, en las iglesias orientales ortodoxas, que sufren la ruptura de Moscú y Constantinopla, a partir de la emancipación de Kiev.
A mediados de octubre, el sínodo de la Iglesia ortodoxa rusa, reunido en Minsk, consideró roto "el vínculo eucarístico" con el patriarcado de Constantinopla, por considerar "ilegítimo" el reconocimiento de la autocefalia de la Iglesia ortodoxa en Ucrania, hasta ahora integrada en el de Moscú. Para algunos, se trata de la crisis más grave del cristianismo en oriente desde el gran cisma de 1054, al menos desde la perspectiva católica, que tiende a valorar la ortodoxia como una sola iglesia.
En cierto modo, se considera al patriarca ecuménico de Constantinopla como el papa de oriente, aunque Roma no aceptó en 451 el canon 28 del Concilio de Calcedonia, que establecía cierta equiparación entre las dos sedes apostólicas. De hecho, Bartolomé, en la estela de Atenágoras, protagoniza una gran actividad ecuménica, muy unido a la Iglesia católica y al obispo de Roma. Pero las divergencias con otras iglesias orientales resultan patentes. Así, en la jornada de oración por la paz en oriente, convocada en Bari el pasado mes de julio, el metropolitano Hilarión, que lleva las relaciones exteriores del patriarca de Moscú, no participó en la oración común, para subrayar la diversidad.
Los principios están relativamente claros. Pero no es pacífica su aplicación. En las iglesias orientales ortodoxas las relaciones con el Estado ofrecen mayor confusión, porque la autocefalia tiene un componente nacionalista que reaparece periódicamente. Lo ha aprovechado a su favor Vladimir Putin, como es bien sabido, tras el duro periodo soviético (prolongado aún, aunque con formas distintas, por el partido comunista chino).
Cuando la Unión Soviética se deshizo en 1991, los obispos ucranianos, que llevaban tres siglos dentro del patriarcado de Moscú, se definieron autónomos, pero el metropolitano de Kiev no fue reconocido por ninguna de las catorce iglesias ortodoxas del mundo, por influencia de Moscú. De hecho, siguieron existiendo parroquias en Ucrania dependientes de Moscú. Según cifras de fuentes ucranianas, el patriarcado de Moscú tiene más parroquias (12.000) en Ucrania que el de Kiev (5.000), pero menos seguidores (16%, contra un 40%). Todo cambió sustancialmente en 2014, con la intervención rusa en Ucrania oriental y la anexión unilateral de Crimea. Y el patriarca Bartolomé reconoció en 2018 la autocefalia de Kiev, que había apoyado también con ayudas materiales a los contendientes bélicos contra Rusia.
A lo largo de la historia se han producido abundantes tensiones entre el poder político y el eclesiástico, que no se cerraron ni mucho menos tras la guerra de las investiduras. Hay muchos matices desde la antigua hierocracia a los modernos regalismos. Basta pensar que Suecia dejó de ser un Estado confesional con el cambio de milenio, pero la reina de Inglaterra sigue siendo Cabeza de la iglesia anglicana. Y en España, a pesar de la clara afirmación del Concilio Vaticano II en Gaudium et Spes, que superó la vieja teoría del poder indirecto, sólo con el rey Juan Carlos desapareció la figura de la presentación de obispos.
La piedra de toque debería ser el misterio del reinado universal de Jesucristo, que acabamos de contemplar en el último domingo del año litúrgico: reino de verdad y vida; santidad y gracia; justicia, amor y paz; reino no de dominación, sino de servicio y libertad donde, en expresión de san Josemaría Escrivá, “no existen más siervos que los que libremente se encadenan, por Amor a Dios. ¡Bendita esclavitud de amor, que nos hace libres!”