Es importante considerar que el remordimiento, que puede ser previo y posterior al arrepentimiento, es la mejor medicina curativa que Dios nos deja
En la última novela de Blanca García-Valdecasas hay un detalle que me parece de cierto interés para cualquiera de nosotros, en la medida en que nos sentimos pecadores y somos capaces de pedir perdón. Una de las protagonistas, después de un tiempo de vida desordenada con un hombre que no es su marido, decide acercarse al sacramento de la penitencia. No estamos demasiado acostumbrados a leer algo así en las novelas contemporáneas. Al terminar, y sintiéndose a gusto y distinta, hace una observación curiosa: el sacerdote me ha dicho que el arrepentimiento es de Dios y que el remordimiento es del demonio. La propia penitente considera para sí misma que no está muy segura de que el confesor tenga razón en eso.
Quizá cualquier lector, sin una reflexión un poco detenida, puede pensar que es lo mismo arrepentimiento que remordimiento. Pero no es lo mismo y, desde luego, el remordimiento no solo no es del diablo si no que es una de las mejores armas que Dios deja en nuestras manos para vivir rectamente. Seguramente aquel sacerdote −que no deja de ser ficticio− lo que quería decirle a la penitente es que, una vez confesada, porque estaba arrepentida, no debería dar demasiadas vueltas a lo ocurrido. Sin embargo, es importante considerar que el remordimiento, que puede ser previo y posterior al arrepentimiento, es la mejor medicina curativa que Dios nos deja.
Hay un libro muy recomendable −No permanecer caído− que me regalaron este verano en Buenos Aires, editado por Logos, allí en Argentina, y no editado −por ahora− en España, que cuenta las historias de un número alto de presos que se han redimido de su vida desordenada por la iniciativa de un voluntario a quien se le ocurrió formar un equipo de rugby −“Los espartanos”− para sacarlos de su vida sin sentido en la cárcel. Todo un éxito. En estas historias, que los protagonistas cuentan cuando ya ha pasado un tiempo, cuando han vuelto a la vida cristiana, y agradecen enormemente lo que han hecho por ellos, lo que queda siempre, en el fondo, como medicina reconfortante, es el remordimiento. Si no hubiera remordimiento −quizá su confesión fue hace ya tiempo− podríamos pensar en que tendrían un peligro grande de recaer.
De hecho, en la novela de García-Valdecasas −Pedir la luna− el transcurso posterior −que no voy a revelar− de aquella mujer arrepentida está afectado por el remordimiento.
A Stephan Zweig le gustan estas historias de remordimientos y las borda en varias novelas breves y sustanciosas. En Veinticuatro horas en la vida de una mujer hay una mujer que pasa años necesitada de contar lo que le pasó. Arrepentida estaba desde mucho tiempo atrás, pero necesitaba contarlo. Y así nos podemos encontrar en otras parecidas, como por ejemplo Miedo, del mismo autor.
No es raro, pues es algo que vivimos todos, tarde o temprano. Pero lejos de pensar que es algo malo −del demonio− debemos estar seguros de que ese remordimiento, que vuelve de vez en cuando, es un aviso. Seguramente no nos gustaría volver a encontrarnos con ese dolor, con el convencimiento de haber estado en el mal, de donde, gracias a Dios, hemos salido.