La belleza es uno de los valores que definen lo que significa una vida plenamente humana (…) nos hace verdaderamente humanos; todavía más: nos hace mejores seres humanos
Estoy leyendo en estos días la autobiografía del pensador inglés R. G. Collingwood (1889-1943), que me ha cautivado por varios motivos. El primero es su brillante defensa de la investigación filosófica, entendiéndola principalmente como el empeño por llegar a esclarecer las preguntas que realmente se plantearon los diversos pensadores, para así poder valorar con acierto en qué medida las respuestas que dieron respondían o no satisfactoriamente a sus preguntas. En este sentido, la imagen popular de las clases de filosofía como un aburrido cementerio de teorías obsoletas puede revertirse si se centran en problemas y en las diferentes respuestas que se han dado a esas cuestiones, también conforme se han ido transformando los propios problemas a lo largo de la historia.
“Uno o dos años después del estallido de la guerra [1915 ó 16], vivía yo en Londres y trabajaba en una sección de la División de Inteligencia del Almirantazgo, en las salas de la Royal Geographical Society. Atravesaba todos los días a pie los jardines de Kensington y pasaba por el Albert Memorial. Este empezó a obsesionarme gradualmente. […] Todo lo relacionado con el monumento era visiblemente deforme, corrupto, reptante, parasitario; por un tiempo no pude mirarlo, pasaba junto a él con los ojos bajos. Rebelándome contra semejante debilidad me obligué a mirarlo, a enfrentarme cada día con la pregunta: ¿Por qué había construido Scott [probablemente el arquitecto victoriano más afamado en su tiempo] una cosa tan obvia, irrefutable e irremediablemente mala? […] ¿Qué relación había, empecé a preguntarme, entre lo que había hecho y lo que había tratado de hacer? ¿Había tratado de producir una cosa bella, es decir, que nos hubiera parecido bella? Si era así, había fracasado, por supuesto. […] Si yo encontraba el monumento sencillamente repulsivo, ¿acaso era mía la culpa? ¿Buscaba en él cualidades que no tenía e ignoraba o despreciaba las que tenía?”.
Este pasaje del libro trajo a mi memoria de inmediato mi agradable paseo por Londres con el artista Santi G. Barros en una soleada mañana de verano del 2015. Recogí a mi antiguo alumno en su alojamiento e iniciamos nuestro paseo charlando amigablemente por los Kensington Gardens. Al llegar al Albert Memorial −que no recordaba− me pareció por completo horripilante. Me resultaba imposible comprender cómo la reina más poderosa del mundo podía haber quedado encantada con aquel monumento −considerado por algunos como el «Taj Mahal británico»− que había encargado a los mejores artistas de su tiempo para conservar la memoria de su marido muerto a los 42 años de fiebres tifoideas. ¿Cómo era posible −me preguntaba− que en poco menos de 150 años hubiera cambiado tanto nuestra sensibilidad?
De hecho el monumento se había ido deteriorando con el paso de los años desde su inauguración en 1872 y, por este motivo, entre 1990 y 1998 fue sometido a una profunda renovación para restaurarlo en su esplendor original. Aquella luminosa mañana la estatua dorada del príncipe Albert refulgía dolorosamente, hasta el punto de que Santi y yo nos hicimos un selfie con el cercano Royal Albert Hall detrás, pero no ante aquel monumento que personalmente nos disgustaba.
En su libro Collingwood no responde a la pregunta de cómo es posible que los seres humanos hagamos cosas supuestamente bellas y que al poco tiempo nos parezcan tan feas. Para no echar la culpa a la arquitectura victoriana, nos bastaría con dar una ojeada a buena parte de la arquitectura católica de las últimas décadas del siglo pasado para encontrar −al menos en mi país− numerosas parroquias, iglesias o capillas, todas ellas tremendamente feas, incapaces de levantar el espíritu de quienes a ellas acuden. Como en contraste, las muchedumbres que visitan la Sagrada Familia en Barcelona −4,5 millones el pasado año, entre ellos 300.000 japoneses− quedan asombradas por la belleza (y en cierto sentido la modernidad) de aquel inmenso espacio de luz y piedra que eleva el espíritu hacia el cielo. La belleza que perciben es para buena parte de los visitantes la puerta de entrada hacia algo que les supera y que tira de ellos hacia arriba: eso es lo que les atrae.
Sin embargo, no es solo la grandiosidad de la Sagrada Familia lo que impresiona a tantos. Si uno se asoma a cualquier pequeña ermita románica del Pirineo catalán, vendrá a sentir lo mismo o algo muy parecido: en ambos casos se trata de espacios de oración y esto lo advierten muchos de los visitantes, independientemente de su formación religiosa. En contraste, en el Albert Memorial no hay nada de esto: tampoco lo pretendía, es cierto, pero quizá por eso causa aversión o al menos una fría sensación de vacío.
El pasado miércoles asistía a un seminario de la profesora Mariluz Restrepo sobre la estética inspirada en el pensamiento de Charles S. Peirce. Me gustó la exposición, quizás en particular porque llevaba varios días con este tema en la cabeza. Me encantó la afirmación de Arthur Danto que recogió Restrepo en su presentación: «La belleza es la única cualidad estética que es un valor, como la verdad y la bondad. Y no simplemente uno de los valores que nos permiten vivir: es uno de los valores que definen lo que significa una vida plenamente humana». Es así. Esto habría que gritárselo amablemente a todos, sean arquitectos, decoradores, urbanistas o simples ciudadanos de a pie.
La belleza tiene un valor profundamente humanizador, nos hace verdaderamente humanos; todavía más: nos hace mejores seres humanos. Hemos de empeñarnos en crear espacios bellos, en escribir textos hermosos, en eliminar la suciedad hasta poder llegar a transformar nuestra vida en una obra de arte, al menos en la obra del mejor arte del que cada uno sea capaz. Este es el inmenso valor de la belleza.