Las mujeres se hacen cargo del cuidado, del sacrificio, del amor cotidiano y sobre todo, de la cancelación de la propia identidad a favor de otro
La reina Isabel le ha dado a Imelda Poole, la religiosa católica de Mary Ward, agasajada recientemente en la embajada británica ante la Santa Sede, el prestigioso Order of the British Empire por su compromiso profuso al combatir las formas modernas de esclavitud. Su ejemplo luminoso recuerda a todos que las hermanas son las personas más comprometidas, en las diferentes partes del mundo, para combatir la trata de seres humanos y las condiciones de vida y de trabajo que se remontan a los tiempos oscuros de la esclavitud y están aún desafortunadamente muy difusos. Tal vez, incluso en expansión.
El hecho de que quien sufre condiciones tan infelices sean sobre todo mujeres y menores explica, solo en parte, esta vocación femenina dentro de la Iglesia. En realidad, eso sucede porque las mujeres son las más tenaces y valientes en la batalla contra los explotadores. Y son también quien, incluso si no se puede erradicar la plaga desde el punto de vista social, permanecen junto a las víctimas para compartir con ellas condiciones de vida inhumanas. Porque saben que solo el amor silencioso pero constante puede sanar heridas espantosas y volver a dar esperanza o solo el valor de seguir adelante.
En otro campo diverso, se señala un caso similar en un artículo publicado en la revista «Acta Paediatrica»: los padres de hijos golpeados por enfermedades irreversibles, a los que se les suministra constantemente tratamientos paliativos, también a través de auxilios técnicos salvavidas que no son de fácil utilización, prefieren, de todos modos, en gran mayoría, cuidarlos en casa. Las ventajas son evidentes: se evitan infecciones a las que los enfermos están expuestos en el hospital, los niños continúan formando parte de la vida de la familia y están más apoyados psicológicamente. Esta elección significa que los familiares, después de haber frecuentado cursos preparatorios para ello, deben ocuparse ellos mismos de los hijos enfermos todo el día.
Y es evidente que, día tras día, aquellos que prestan los cuidados encuentran dificultades crecientes: al cansancio físico se añaden la falta de sueño, el aislamiento social y la disminución de los recursos económicos.
Nadie se extrañará al descubrir que quien se hace cargo de estos cuidados, en su gran mayoría, son las madres. Y hoy ya no podemos decir «porque los padres trabajan per mantener a la familia», desde el momento en que también las madres podrían hacer lo mismo, salir, encontrar a gente, y en las situaciones más afortunadas, realizarse en una profesión. Esto sucede porque más que los hombres las mujeres se hacen cargo del cuidado, del sacrificio, del amor cotidiano y sobre todo, de la cancelación de la propia identidad a favor de otro.
Se trata indudablemente de aquello que Juan Pablo II llamó «genio femenino», reconociendo la grandeza y la importancia. Pero hoy nos preguntamos si este reconocimiento puede bastar, si puede la Iglesia, sobre todo en una situación de crisis interna y externa, continuar ignorando a estas mujeres, continuar sin escuchar sus voces, su pensamiento. Si puede continuar pensando que ellas no son precisamente los testigos más creíbles y convincentes del Evangelio, sobre todo porque son ricas de experiencias espirituales y humanas que son hoy particularmente necesarias para la evangelización, indispensables para una institución en dificultad.
Como escribe Anne-Marie Pelletier, «la petición es ver y escuchar a las mujeres no sencillamente por el hecho de que ellas exijan este acto de justicia, sino para que todos reconozcan y aprendan, en lo que muchas de ellas viven, cuál es el rostro de la Iglesia sierva y pobre, también maternal, rostro que se encarna menos naturalmente en la realidad que cuanto se evoca en los discursos».