El cura Brochero, canonizado hace ahora dos años, puede mostrar la imagen resplandeciente de un sacerdocio sin fracturas ni debilidades
Cien años después de su muerte −y solo dos después de su canonización− el testimonio de este sacerdote argentino nos interpela por su profundo amor a Dios que se traduce en una infatigable vida de servicio a quienes tiene confiados.
En las páginas finales de la reciente Exhortación apostólica Gaudete et exsultate (n. 162), el Papa Francisco cita unas palabras del santo cura Brochero: “¿Qué importa que Lucifer os prometa liberar y aun os arroje al seno de todos sus bienes, si son bienes engañosos, si son bienes envenenados? (El cura Brochero. Cartas y sermones, 71)”. Con estas palabras el papa Francisco quiere invitar al combate espiritual en una sociedad atravesada por la comodidad, el consumismo y tantos otros males que hacen difícil la verdadera plenitud personal. Pero, ¿quién fue el cura Brochero y qué dice a la cultura actual y al cristiano de hoy? ¿Qué puede comunicar a esta civilización nuestra caracterizada tantas veces por lo superficial?
José Gabriel del Rosario Brochero había nacido en los aledaños de Santa Rosa de Río Primero, Argentina, el 16 de marzo de 1840. Era el cuarto de diez hermanos que vivían de las tareas rurales. Ingresó al Colegio Seminario en Córdoba donde sería ordenado sacerdote en 1866. Desempeñó su labor sacerdotal en Villa del Tránsito, actual Villa Brochero, durante cuarenta años y allí trabajó denodadamente por el progreso espiritual y material del pueblo.
El cura Brochero, canonizado justo hace ahora dos años, puede mostrar la imagen resplandeciente de un sacerdocio sin fracturas ni debilidades: “El sacerdote que no tiene mucha lástima de los pecadores es medio sacerdote. Estos trapos benditos que llevo encima no son los que me hacen sacerdote; si no llevo en mi pecho la caridad, ni a cristiano llego”. En él podemos reconocer una humildad cautivada por la confianza en la Providencia y una gran claridad interior; esa misma con la que se dirigía a María llamándola “mi Purísima” o con la que hizo esculpir un Cristo con el rostro del hombre de la sierra como demostración de que el amor a Dios encuentra su plenitud y su realización en el rostro dolorido de un otro que nos pide que lo ayudemos a cruzar hacia otras orillas.
Esfuerzo apasionado
Nuestra cultura, surcada por tantos egoísmos, puede dirigir la mirada hacia este humilde sacerdote argentino que nunca supo la diferencia entre lo público y lo privado porque tomó para sí la causa de todos. Quizá Brochero pueda comunicarnos algo de su esfuerzo apasionado por derrotar adversidades sin desfallecer; su empeño por lograr que los rostros de tantos seres perdidos de un pueblo olvidado de la civilización se hiciesen visibles gracias a la tarea tenaz de este “callejero de la fe”, como lo llamó el Papa Francisco.
Su impresionante labor consistió en tomar de raíz el problema de la pobreza y el abandono de todo un pueblo que se encontraba geográficamente aislado y espiritualmente sumido en la ignorancia. Se dio cuenta de que el mal moral instalado en la sociedad, junto a la falta de educación, mantendrían sin rumbo ni destino a la población, caminando a tientas por lugares perdidos. Instalado en una vivienda precaria en Villa del Tránsito, escribió innumerables cartas para intentar obtener una vida distinta para una población empantanada en la desidia y el olvido. Trabajó en el curato como un obrero más junto a su pueblo, que lo seguía con admiración y con amor, con ese inevitable efecto dominó que ejercen las almas grandes para quienes entienden que −en palabras del papa Francisco− “el verdadero poder es el servicio”. Se convirtió en albañil, en arquitecto, en alguacil, en maestro, en intendente, en consejero: Brochero lo fue todo para su pueblo.
Poner la mirada en este humilde sacerdote de las periferias existenciales resulta un descanso para el corazón y el pensamiento. Entre sus frases gráficas más conocidas: “Dios es como los piojos: está en todas partes, pero prefiere a los pobres”, o aquella otra: “La gracia de Dios es como la lluvia que a todos moja”. Brochero hizo fructífera su acción en medio de un país fracturado por las guerras internas, las pestes que lo azotaban y una lepra más profunda: “la lepra del alma”. Como pudo exclamar el gaucho Seco, un bandido rural que cultivó su amistad y al que persuadió para que hiciese los ejercicios espirituales de san Ignacio de Loyola: “Hoy se secaron las escamas de mi alma y estoy curado”. En estos ejercicios descubrimos su poder de convicción, logrando tandas de hasta setecientos ejercitantes que atravesaban las Sierras Grandes a lomos de mula para llegar a Córdoba luego de tres días de camino. Fue esta la fortaleza que contagió a su pueblo: “Estaré para siempre en el corazón de los serranos”.
Confesando y predicando
Tal fue la acción del cura Brochero que pudo lograr que hombres y mujeres colaborasen con él en la fundación de escuelas, caminos y acequias, cruzando las Sierras Grandes de más de dos mil metros de altura, desafiando tormentas de nieve o guiándoles a través de inhóspitos desiertos. Al final de su vida, ciego y leproso, una carta lo recuerda orando en su sillón crepuscular “por los hombres pasados, por los presentes y por los que han de venir”.
Cuando explicaron a Juan Pablo II el peculiar perfil de este sacerdote, dijo que “el cura Brochero sería el Cura de Ars de la Argentina”. Ahora, poco más de cien años después de su muerte, sigue con su vida interpelándonos a todos. Nos recuerda que “no somos cristianos por una idea o decisión ética sino por encontrarnos con Jesucristo” y, en particular, nos ilumina su ejemplar testimonio de vida sacerdotal al servicio de los demás: “Yo me felicitaría si Dios me saca de este planeta sentado confesando y predicando el Evangelio”.