Es bueno aspirar a comprender a los demás, lo que implica respetarles en su misterio, en esos aspectos que nunca llegaremos quizá a penetrar, porque solo corresponden a Dios
Hace poco tiempo he leído un texto donde Romano Guardini explica admirablemente, a comienzos de los años 30, el sentido de la comunión entre los hombres, sus posibilidades y sus límites (cf. Guardini R., “Posibilità e limiti della comunione humana”, 1932, en Id., Scritti filosofici, I, a cura de G. Sommavilla, Milano 1964, pp. 319-334).
Aunque no lo declare abiertamente, se trata de un relato en cierto sentido autobiográfico, a partir de sus experiencias de aquellos años. Y, como sucede frecuentemente con Guardini, buena parte de lo que dice sigue siendo muy actual; en todo caso, ilumina nuestra comprensión de la vida y nuestra misión cristiana.
Desde los años veinte, y concretamente en el movimiento juvenil que Guardini procuraba orientar, se hablaba de “comunión” porque se esperaba poder vencer el individualismo que se cernía desde hacía tiempo sobre nuestra cultura. Se hablaba de diálogo, de la necesidad de construir puentes y derribar barreras. Se contaba con que el hombre tiene en su raíz una llamada constitucional a la comunión humana. Y eso parecía ser un buen fundamento de la educación y de la sociedad.
Al mismo tiempo, se percibía qué distintas son las culturas, las actitudes, los sentimientos de las personas. Hasta el punto de reconocer que debemos aprender también el significado y la vivencia de la soledad, pues hay siempre algo de incomunicable en cada uno.
Por ese camino −es el relato de su propio itinerario− se llega a reconocer que la comunión perfecta no existe entre personas. Cabría pensar entonces en lograr la comprensión, el conocimiento mutuo, el poder descubrir lo que piensa y siente el otro, para participar en su vida.
Pero enseguida se descubre que esto también es difícil: las malas interpretaciones, la búsqueda inconsciente de la autoafirmación aun con las mejores intenciones..., etc.; es decir, que hay que “reconocer que el otro no se puede comprender del todo”. Es más, ni siquiera podemos conocernos bien a nosotros mismos, e incluso san Pablo decía que debíamos incluso renunciar a juzgarnos a nosotros mismos.
Con todo, es bueno aspirar a comprender a los demás, lo que implica respetarles en su misterio, en esos aspectos que nunca llegaremos quizá a penetrar, porque solo corresponden a Dios. Nuestra comprensión mejoraría si nos acercamos a ellos tratando de conocer el marco de su existencia, de su relación con la naturaleza y con el mundo. Quizá eso solo se puede conseguir si les amamos, no solo por lo que tienen en común con nosotros, sino también por lo que tienen de diferente.
Así cada uno podríamos vencer la tendencia espontánea a centrarnos cada uno en “su mundo” cambiándola por otra imagen del mundo policéntrica.
Tras estos argumentos afirma Guardini que las personas no pueden “poseerse” sino ganarse siempre de nuevo, en un movimiento renovado y mutuo de apertura hacia el otro. Solo entonces se puede vencer la rutina, que amenaza toda relación de auténtica fidelidad entre las personas. Ciertamente con el paso del tiempo la relación de fidelidad −concluye− “puede convertirse en algo lleno de fatiga y de sacrificio; pero es justo así como se da el verdadero paso hacia lo personal”.
Hasta aquí el escrito de Guardini sobre la comunión humana, sus posibilidades y límites. Es interesante que diez años antes escribiera: “Un acontecimiento de importancia ha comenzado, la Iglesia despierta en las almas” (Cf. El sentido de la Iglesia, ed. San Pablo, Buenos Aires 2010, p. 15, original alemán Von Sinn Der Kirche, 1922), como tomando nota de una mentalidad que él veía abriéndose paso al principio del s. XX.
En efecto, la Iglesia, en su sentido más profundo, está llamada a cumplir las expectativas humanas de comunión, de comprensión, de entendimiento entre las personas, los pueblos y las culturas, en la común tarea de mejorar el mundo y preparar algo así como un esbozo del mundo futuro. Más aún, la Iglesia está llamada a cumplir esas expectativas con la originalidad, profundidad y plenitud de las obras que tienen su fundamento vivo en Dios. Ella es, esencialmente, comunión de Dios con los hombres y entre sí.
Esto no quiere decir −bien lo sabemos−, que la Iglesia sea perfecta en la historia. Dios ha querido que vaya perfeccionándose, sobre todo en lo que respecta a sus elementos humanos, siempre sujetos a la debilidad y al pecado. Así lo expresa el Concilio Vaticano II: “La Iglesia encierra en su propio seno a pecadores, y siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación” (Lumen gentium, n. 8).
En efecto, la Iglesia es santa en sí misma. Lo es por su origen (porque procede de Dios Padre, ha sido fundada por Cristo y está continuamente vivificada por el Espíritu Santo desde el día de Pentecostés). Lo es por ser depositaria de las "cosas santas" (como la fe, los sacramentos y la vida divina que se nos da a participar). Y lo es como familia de Dios y "comunión de los santos" (es decir, de los justos, ya aquí en la tierra y sobre todo en el Cielo).
Al mismo tiempo la Iglesia es una comunión por ahora solamente incoada, imperfecta, hasta que llegue el tiempo de su plenitud. Pero los pecadores somos nosotros; no la Iglesia en lo que tiene de divina; ahí es santa y bella, como está anticipada en la figura de María, y realizada, aunque sea provisionalmente, en el corazón de los justos ya en la tierra. Somos nosotros, pecadores, los que afeamos su rostro y lesionamos su figura ante el mundo.
Por eso la Iglesia es, ciertamente, comunión; pero durante el tiempo de la historia, en que vivimos, es una comunión en marcha hacia su plenitud, que se dará en el Reino de Dios consumado: cuando lleguen, como don divino al que de alguna manera podemos contribuir, los nuevos cielos y la nueva tierra. Y eso coincidirá con la etapa plena y definitiva de la Iglesia y del mundo. Por todo ello, ahora la Iglesia es comunión para la misión. Una comunión y una misión que, siendo principalmente dones de Dios, nos piden a todos los cristianos colaborar día a día, con la mirada puesta en el bien, temporal y eterno, de todas las personas.
¿Qué pensar entonces ante los pecados de los cristianos e incluso los escándalos de los ministros sagrados, y las luchas internas que contemplamos dentro de la Iglesia? Las responsabilidades no son las mismas, pero ninguno de los cristianos podemos pensar que no nos compete ni la purificación por nuestros errores y pecados, ni la misión para la que hemos sido convocados.
De esta manera lo ha dicho Francisco ante un grupo de nuevos obispos: “De nada sirve señalar con el dedo a los demás, fabricar chivos expiatorios, rasgarse las vestiduras, cebarse en la debilidad ajena como gusta hacer a los hijos que han vivido en casa como si fueran siervos (cfr. Lc 15,30-31). Aquí es necesario trabajar juntos y en comunión, seguros de que la auténtica santidad es la que Dios obra en nosotros, cuando dóciles a su Espíritu volvemos a la alegría sencilla del Evangelio, de modo que su bienaventuranza se encarne para los demás en nuestras decisiones y en nuestras vidas” (Discurso, 13-IX-2018).
Ramito Pellitero, en iglesiaynuevaevangelizacion.blogspot.com.
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