Aunque no falten contradicciones vitales, el ser humano, también hoy, en palabras del papa, “permanece atraído y fascinado por todo amor auténtico, por todo amor sólido, por todo amor fecundo, por todo amor fiel y perpetuo”
Ante otros temas de actualidad, he retrasado este comentario, que pensé con motivo de la Jornada Mundial celebrada a finales de agosto en Dublín y, a escala menor, con la Jornada que se repite cada año en Torreciudad en el mes de septiembre, este año, presidida por el prelado del Opus Dei.
Una vez más deseo reiterar cómo la maravillosa realidad de la familia humana crece y se consolida, a pesar de los embates que recibe desde tantos medios informativos, y no digamos en películas y series: como si hubiese pasado el tiempo de las amables y un tanto románticas comedias rodadas en momentos de esplendor de Hollywood. No obstante, los sondeos de opinión, con sus vaivenes según el tipo de preguntas, siguen reflejando la mayoritaria aceptación y afecto hacia la familia, valorada como lo más importante de la propia vida.
Me parece un punto central del magisterio de la Iglesia, que enlaza con un rasgo indeclinable de la condición humana. Como en otros aspectos, esa doctrina se actualizó muy positivamente en el Concilio Vaticano II. Sin cancelar los aspectos jurídicos −vivimos en gran medida del Derecho romano clásico y de la codificación de Justiniano−, se subrayó más el ámbito de amor efectivo que precede y acompaña al matrimonio y a la familia.
Desde Pablo VI −a pesar de la contradicción un tanto maniquea respecto de la encíclica Humanae Vitae−, resplandece como parte esencial de la civilización del amor, de la cultura de la vida. Y Juan Pablo II y Francisco han coincidido en glosar y aplicar, como carta magna de la familia, el himno a la caridad de la primera epístola de san Pablo a los Corintios. El primero, en su Carta a las familias de 1994; el segundo, más conocido ahora por la proximidad de las fechas, en la exhortación Amoris Laetitia. Como es natural, Francisco ha repetido ideas centrales de ese documento en Dublín, así como antes en tantas alocuciones y catequesis en la plaza de san Pedro.
Juan Pablo II, si se puede hablar así, fue un gran dominador del tiempo en la acción evangelizadora. Desde su primera encíclica de 1979, sintió la responsabilidad de estar al frente de la barca de Pedro que se dirigía hacia un nuevo milenio. Antes y después del año 2000, glosó con frecuencia la realidad teológica e histórica de que la eternidad entró en el tiempo mediante la Encarnación de Cristo. Podía haber sido de otra manera, pero Dios se hizo hombre en la Familia de Nazaret, como señala el Catecismo de la Iglesia, 525.
No es preciso entrar en consideraciones teológicas de fondo, sobre la plenitud intratrinitaria, modelo de la trinidad de la tierra y de las familias humanas. Enlaza con la doctrina de san Pablo sobre el matrimonio y la unión de Cristo con la Iglesia (existe desde la eternidad, según algunos Padres). Dentro del sentido del ser humano como imagen y semejanza de Dios, se incluiría la colaboración en el acto creador.
A comienzos de septiembre, se celebraba la jornada de oración por la naturaleza creada, instituida por el papa Francisco. Al cabo, la creación es fruto del amor. También la familia arranca del amor, y la sostiene en su crecimiento un enamorado olvido de sí, más sensato de lo que parece. Poco pueden los enemigos ajenos, cuando dentro de la familia se mantiene la serenidad del afecto y la fuerza del sosiego, que cierran el paso a desencantos o egoísmos. Por fuerte que pueda ser en una civilización el individualismo egocéntrico y egoísta, o el utilitarismo que promueve una libertad sin responsabilidad.
La familia es comunidad y escuela de amor y solidaridad: lo contrario de una anticivilización centrada en las cosas, no en las personas, que acaba utilizando a las personas como cosas. Lo dijo en tantas ocasiones, pero resulta inevitable recordar la fuerza de la voz de Juan Pablo II en 1982, en el paseo de la Castellana de Madrid, al subrayar que ahí la persona es querida por lo que es, no por lo que tiene. Al contrario, el egoísmo es el gran enemigo de la paz y felicidad, dentro y fuera de la familia.
Con su personal fisonomía, Francisco recuerda continuamente tantas manifestaciones de esa “carta de ciudadanía divina” que la familia recibió con la Encarnación del Hijo de Dios. A pesar de todo, no hay hogar sin problemas, pero se superan con el amor: al contrario, la división de los corazones no vence ninguna dificultad. Aunque no falten contradicciones vitales, el ser humano, también hoy, en palabras del papa, “permanece atraído y fascinado por todo amor auténtico, por todo amor sólido, por todo amor fecundo, por todo amor fiel y perpetuo”.