Dicen que Dios escribe derecho sobre renglones torcidos…, aunque quizás seamos los hombres, desde nuestra limitación, los que veamos torcido lo que no lo es
Estimado lector: este es un post de cierta ficción, basado -eso sí- en hechos bien reales que se entreveran con unos pocos de pura creatividad.
Reproduzco, para ti, una carta imaginaria que el general de Gaulle nunca escribió a su hija… pero pudo haberlo hecho.
Te escribo esta carta que estoy seguro entenderás desde el cielo.
Quiero repetirte esas cosas que te susurraba cuando te tenía sobre mis rodillas o −ya algo mayor− al estar a tu lado.
Y pretendo compartir contigo alguna cosa más.
Era yo aún comandante, destinado en Alemania allá por 1927, cuando tu madre me anunció con gran alegría que te esperaba. ¡Que te esperábamos!
No eras ni la primera ni la segunda de nuestros hijos, pero nuestra ilusión ante ese nuevo regalo estaba intacta. Cada vida es un milagro…
Naciste en una fecha especial: el primer día de enero de 1928.
Año nuevo, vida nueva, dicen. Y, aunque tú ya vivieras en el seno materno desde nueve meses atrás, mamá acababa de darte a luz. Fue un parto duro, complejo. Con final muy feliz, muy hermoso, eso sí: ahí estabas tú, nuestra pequeña Anne.
Dicen que Dios escribe derecho sobre renglones torcidos… Aunque quizás seamos los hombres, desde nuestra limitación, los que veamos torcido lo que no lo es.
Lo cierto es que sobre esos renglones de la página de nuestras vidas… mamá y yo no tardamos demasiado tiempo en “leer”, en conocer −con dolor, con frustración y… con mucha incertidumbre− que (así nos lo confirmaron) padecías un grave retraso mental.
La noticia nos hirió como si una espada de afilada hoja nos atravesara; un sudor frío me recorrió todo el cuerpo; se me heló la sangre. Tuve miedo (y no soy, precisamente, hombre timorato). Miedo.
Las preguntas, los porqués y nuestras inseguridades brotaban a borbotones: ¿qué sería de nosotros? ¿Qué de ti, en tu fragilidad, cuando ya no estuviéramos para cuidarte? ¿Quién te atendería, quién te abrazaría?
Tu situación, diferente, nos supuso una llamada de atención también especial.
Es verdad que a todos los hijos se les quiere igual, pero de manera diversa: Philippe y Élisabeth, mayores que tú, podrían volar solos… pero tú tenías una alita rota… para siempre.
Por ello, sin duda, sacaste de mí mi mayor ternura y atención.
Ostentara el cargo que ostentara, siempre encontraba un hueco en mi agenda para lo verdaderamente importante. Y en él, te contaba cuentos, te cantaba canciones populares… dedicándote (dedicándonos), día sí, día también, un buen rato de mi escaso tiempo. Para que te sintieras querida, feliz, dichosa; porque eras tan amada…
¡Cuántas veces intentaba hacerte reír! O, al menos, que esbozases una sonrisa más, y otra… Esa sonrisa inocente que tanto te adornaba.
Cuando rememoro esos momentos en que te miraba a los ojos con pasión de padre, en que te abrazaba, constato con claridad cómo el amor que te ofrecía volvía a mí, multiplicado exponencialmente.
No sé en realidad qué actividad, qué pintura, es más compleja. Pero, aparentemente, esa era la que nos había tocado contigo. Y esa, precisamente esa −aunque alguna vez pareciéramos ignorarlo−, era de la máxima hermosura.
A lo largo de los años hiciste brotar lo mejor de nosotros: sacar nuestra mejor versión, los mayores y más humanos sentimientos…
Nos enseñaste a distinguir lo valioso, lo verdaderamente precioso, lo importante, entre tanta vanidad de vanidades. ¿Cuánto valía un beso tuyo? ¿Cuánto una caricia, una simple mirada? ¿Cuánto tu inocencia? ¿Y tu fragilidad?
Como le comenté a mi capellán militar en una ocasión, “para mí, Anne ha sido una gran prueba, pero también una bendición. Es mi alegría y me ha ayudado mucho a superar todos los obstáculos y todos los honores. Gracias a Anne he ido más lejos, he conseguido superarme”[1].
Confesé, también, a Jean Lacouture, mi primer biógrafo (ahora quiero que lo sepas tú) cómo sin ti nunca hubiera hecho todo cuanto he podido hacer. Me diste −le subrayé− el corazón y el espíritu.
Me hiciste comprender el mundo, hijita mía. Aportaste un sentido profundo a mi vida. A nuestras vidas. Nos hiciste sentirnos felices −y agradecidos− de que el buen Dios nos hubiera escogido para ser tus padres.
Cuando −recién habías cumplido los veinte años− Él te llamó a su lado, se me cruzaron todos estos pensamientos y otros más: recuerdo cómo, al poco de darte sepultura, no pude menos que volverme a tu madre para compartir con ella que, allá en la Gloria, “ya eras como los demás”. Igual que todos. Sin distinción.
Y hago también memoria de cómo compartí, con mi buen amigo Schumann, mis sentimientos: mi amor paterno. Mi amor eterno.
Hoy, tus restos reposan en un cementerio, al pie de una sencilla cruz. Allí, donde espero que me den tierra cuando alcance el final de mis días; pegado a ti, por si cupiera contarte historias o cantarte canciones populares. Canciones como esa que dice que… la pintura más difícil es también la más hermosa. Allí espero, también, descansar un día junto a tu madre, que tanto te quiso.
Acabo ya, mi querida hijita. Y lo hago dándote cuenta de un hecho real −para mí muy significativo− que quiero que quede manuscrito aquí, de mi puño y letra; por si alguien −además de ti− un día accede a esta carta:
Era un 22 de agosto, el de 1962, cuando estuve en un tris de ser víctima mortal de un atentado.
Una bala asesina se topó entonces, justamente, con el marco de una foto tuya. La fotografía que siempre −siempre− llevaba conmigo y que ese día… había colocado justo a mi lado, en un estante posterior del vehículo en que era conducido. Hasta en eso, hasta en eso, fuiste mi ángel, mi pequeña. Un ángel de la guarda.
No lo olvides, mi querida Anne; y que no lo olvide nadie que pase por nuestro trance: La peinture à l’huile c’est plus difficile, mais c’est plus beau que la peinture à l’eau.
Eras −y eres− especial. ¡Nos liberaste hasta de la preocupación de pensar qué sería de ti cuando nosotros faltáramos!
Tengo claro ahora que Dios escribe derecho sobre renglones… derechos.
Un beso grande de tu padre que te quiere y te querrá. Siempre.
Charles
Así concluye la carta.
Y yo lo hago lanzándote una pregunta: ¿Cuántas personas frágiles (de cualquier edad), avecillas con las alitas quebradas, has visto cómo colman y dan sentido pleno a la vida de algún conocido, amigo, familiar?
Si te ha gustado esta historia, te invito a difundirla. Harás bien.
José Iribas, en dametresminutos.wordpress.com.
[1] Jonathan Fenby: «El general Charles de Gaulle y la Francia que salvó».
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