La red de Eddington nos enseña que la ciencia no puede apresar al espíritu porque el tamaño de su malla se lo impide
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«La religión no es enemiga de la razón ni de la ciencia. No existe un solo argumento científico contra la existencia de Dios, y sí algunos filósofos a su favor, aunque no quepa quizá una estricta demostración de su existencia. La ciencia es ajena a la religión, pero tal vez más aliada que enemiga»
La religión no es el opio, sino el alma del pueblo. Y un pueblo sin alma es un pueblo desalmado. Toda crisis profunda es religiosa. Acaso uno de los mayores errores de nuestro tiempo sea la creencia, relativamente extendida, de que la religión es superstición enemiga de la ciencia, y que su presencia pública es indeseable en una democracia. No creo equivocado pensar que la crisis que vivimos y padecemos es, en su raíz, religiosa.
Nunca ha habido una gran política sin el poder de la religión. Tal vez, la unidad de España sólo comenzó a resquebrajarse cuando se quebró la unidad religiosa. Las conquistas de Roma solo fueron posibles bajo el estímulo del impulso religioso. Cicerón afirmó que los romanos no habían superado a Hispania en población, ni a los galos en vigor, ni a Grecia en arte, «pero en piedad, en devoción religiosa hemos superado a todas las razas y naciones». Y Virgilio, en su Eneida, atribuye al mítico fundador de Roma la condición de piadoso y devoto: "Pius Aeneas". Como ha afirmado Robert Hugues, no ha existido probablemente una civilización en la que los imperativos religiosos estuvieran tan involucrados con las intenciones políticas como en los comienzos de la Roma republicana. Para encontrar algo parecido quizá haya que avanzar hasta los imperios de España e Inglaterra, convencidos de que Dios estaba de su parte, o, más recientemente, hasta la nueva Jerusalén fundada en las colonias de Norteamérica.
Si la religión no es enemiga de la gran política, tampoco lo es de la ciencia. Hace unas semanas, una crónica periodística empezaba refiriéndose al conflicto entre los científicos y los hombres de fe, como si no fuera posible reunir las dos condiciones en la misma persona. Lea el atento lector el excelente libro de Antonio Fernández-Rañada, Los científicos y Dios, donde, en contra del estereotipo, se prueba que la mayoría de los grandes científicos vivieron seducidos por el enigma de Dios, y que muchos de ellos fueron fervientes creyentes. Incluso Stephen Hawking, quien recientemente afirmó, afirmación por lo demás carente de base científica, que el cielo no existe ni tampoco un dios creador, sino que es un cuento de hadas para los que tienen miedo a la muerte, escribió en Una breve historia del tiempo que «sería muy difícil de explicar por qué el universo tendría que haberse iniciado precisamente de ese modo, excepto como un acto de un Dios con la intención de crear seres como nosotros».
La religión no es enemiga de la razón ni de la ciencia. No existe un solo argumento científico contra la existencia de Dios, y sí algunos filósofos a su favor, aunque no quepa quizá una estricta demostración de su existencia. La ciencia es ajena a la religión, pero tal vez más aliada que enemiga. El universo es insondablemente misterioso, y la ciencia no disipa el místico misterio. El biólogo inglés John B.S. Haldane afirmó: «Sospecho que el universo no sólo es más misterioso de lo que suponemos, sino incluso más de lo que podemos suponer». Dios, si existe, como creo, no pertenece al mundo natural. La ciencia no puede responder a las grandes preguntas de la existencia humana porque ni siquiera se las plantea. No se puede encontrar el espíritu si se le busca en la naturaleza. La ciencia ni afirma ni niega la existencia de Dios. No es ese su problema. Einstein lo resumió así: «La ciencia sin religión es coja; la religión sin ciencia es ciega».
Es un falso prejuicio creer que la ciencia es el único modo de conocimiento. Y más falso aún negar todo aquello a lo que la ciencia no alcanza. El científico Arthur Eddington ilustró esta idea con una profunda y pertinente fábula. Un hombre se propuso estudiar la vida submarina utilizando una red formada por una malla con cuadriláteros de tres pulgadas. Después de atrapar muchas criaturas marinas con su red, concluyó que en el mar profundo no existen peces de menos de tres pulgadas de longitud. La red de la ciencia sólo atrapa un tipo de verdades, pero no es capaz de atrapar las verdades del espíritu. Se lo impide le dimensión la dimensión de la malla de su red, es decir, su objeto y su método. Por lo demás, la afirmación de que sólo existe lo que estudia la física no puede pertenecer a la física. La negación de la metafísica es, ella misma, metafísica. Un poco de conocimiento quizá aleje de Dios; mucho, acerca a Él. Si la ciencia no erosiona la creencia religiosa, mucho menos lo hace la filosofía.
Algunos cristianos pensaron hace décadas, agitados por el vendaval de la moda, que el tema del tiempo era el diálogo entre cristianismo y marxismo. Hoy esto resulta añejo y superado. El verdadero diálogo es con la ciencia, y, en general, lo que no es idéntico, con la razón. Hay razón más allá de la razón científica y técnica. Incluso hay razón en el ámbito de las emociones y los sentimientos y en el orden de los valores.
La filosofía, como sostuvo Maimónides, es «guía de perplejos o descarriados». Vivimos tiempos de oscuridad porque sentimos alergia a la luz y apego a la caverna platónica. La crisis es económica e institucional, pero es mucho más y peor. La crisis es moral, pero, incluso, es mucho más y peor. En el fondo, la crisis es religiosa. Heidegger afirmó que sólo un dios podía salvarnos. Aunque acaso no fuera el dios en el que él pensaba, quizá llevaba razón. No es extraño que todo marche a la deriva cuando se niegan la razón y el fundamento.
Ningún pueblo ha hecho nada grande en la historia sin religión. Ninguna verdad filosófica o científica puede derribar una creencia religiosa. Ni, ciertamente, la verdad religiosa puede aspirar a erigirse en verdad filosófica y científica. A veces los grandes problemas políticos y económicos dependen de sutiles y profundas cuestiones filosóficas. La piedad ciceroniana incluía la veneración de los antepasados y de sus creencias, el respeto por la autoridad de la tradición, el culto a los dioses y la conciencia del deber. La red de Eddington nos enseña que la ciencia no puede apresar al espíritu porque el tamaño de su malla se lo impide. La crisis actual es una crisis de la verdad. Así nos lo enseñan, entre otros, Cicerón y la malla de Eddington.
Ignacio Sánchez Cámara Catedrático de Filosofía del Derecho