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Un texto del Egipto de hace unos 3.300 años, muestra la lucidez con que se expresaba en aquel entonces el conocimiento del bien y del mal
En mi trabajo docente, me he encontrado hace poco con un fragmento del Libro egipcio de los muertos, del Imperio Nuevo —siglo XIII antes de Cristo—, que dice así:
«Traigo en mi corazón la verdad y la justicia, pues he arrancado de él todo mal.
No he hecho sufrir a los hombres.
No he tratado con los malos.
No he cometido crímenes.
No he hecho trabajar en mi provecho con abuso.
No he maltratado a mis servidores. No he blasfemado de los dioses.
No he privado al necesitado de lo necesario para su subsistencia.
No he hecho llorar.
No he matado ni mandado matar.
No he tratado de aumentar mis propiedades por medios ilícitos, ni de apropiarme de campos de otro.
No he manipulado las pesas de la balanza.
No he mentido.
No he difamado.
No he escuchado tras las puertas.
No he cometido jamás adulterio.
He sido siempre casto en la soledad.
No he cometido con otros hombres pecados contra la naturaleza.
No he faltado jamás al respeto debido a los dioses».
¿No es sorprendente y asombroso comprobar, en este texto del Egipto de hace alrededor de 3.300 años, la lucidez con que se expresa el conocimiento del bien y del mal? Sin referirse a ninguna ley escrita, el corazón de los egipcios sabía distinguirlos claramente en sus acciones. Es lo que pasados los siglos se ha denominado Ley Natural, participación de la Ley Eterna, impresa en el corazón de cada hombre, de tal modo que, sin arduos razonamientos, sabe desde su interior cuándo obra bien y cuándo obra mal.
Esta ley, no aparece como un invento de una cultura humana determinada, sino un descubrimiento que cada persona realiza dentro de sí; aunque intente a veces ocultarlo, no puede menos de reconocerlo cuando recapacita serenamente. Su verdad es evidente y por lo tanto, no necesita demostración. Por eso decía Aristóteles que, si alguien dijese que se puede matar a la propia madre, «no merece argumentos sino azotes».
Mª Victoria Jiménez Conde
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