“Esta profesión me ha enseñado a sacarme la bata y ponerme en la piel del paciente”
La habichuela mágica. Cada vez tengo más claro que la calidez humana y la honestidad son la habichuela mágica que nos da acceso a la creatividad y nos lleva más allá de nosotros mismos, lo otro es medrar, trepar al árbol más alto del bosque sin llegar nunca a tocar la excelencia. Y cada vez conozco a más profesionales que han sabido encontrar esa semilla en su interior, que se esconde lejos del ombligo y se expresa en metas que van más allá de ellos mismos.
Así he visto a la cofundadora y directora médica de la Fundación ACE de Barcelona, centro especializado en el diagnóstico, la investigación, el tratamiento y la educación de personas con deterioro cognitivo y demencia, especialmente alzheimer; una entusiasta de la calidez y la humanidad.
“Yo busco la felicidad dentro de la infelicidad”
¿Por qué dice eso?
Vivo en un mundo de fracaso, no puedo curar la demencia, pero sí retrasarla, paliar sus síntomas y acompañar en la lucha.
Eligió un campo complejo.
Durante un periodo de mi vida, en los ochenta, me dediqué a los tumores cerebrales cuando el bajo nivel de éxito hacía que pocos médicos se dedicaran a ellos.
Era como trabajar en una funeraria.
Sí, pero tuve cierto éxito, y aprendí mucho de los enfermos crónicos, un campo muy desestimado en el mundo académico y científico. Siempre me interesó el cerebro.
A los veinte años pocos saben de verdad lo que quieren.
Cierto, yo sabía que me gustaba estar con la gente. Hay un libro muy simple que me ha acompañado toda la vida: El pequeño príncipe.
De simple no tiene nada.
Me impactó la sencillez del elefante dentro de la boa y decidí que mis explicaciones a los pacientes debían ser de esa manera. No entender crea incertidumbre y angustia. Años después el adiós del pequeño príncipe me dio otra lección.
¿Cuando abandona al aviador?
Tú búscate la eternidad donde quieras, le dice, y si me quieres ver estoy ahí, en las estrellas. Hay que respetar el momento en el que el paciente debe irse y buscar su final más allá, en ese otro lugar desconocido para todos.
¿Cómo resuelve lo de no curar?
Puedo ayudar de muchas formas: siendo afable, educando en cada visita, formando a mi equipo, y entendiendo que las enfermedades son poliédricas y que lo han de ser las instituciones.
Pionera en terapias complementarias.
Empezamos con la estimulación cognitiva en 1991 y muchos dijeron que sería un fracaso trabajar con personas que lo han perdido todo, pero funcionó, les mejora muchísimo la vida, y ya estamos en proyectos de predicción.
Aplicaron terapias muy novedosas.
Combinamos la farmacología con musicoterapia, reeducación del lenguaje, arte..., pero también poner la mesa, ir a ver museos, preparar la fiesta de Navidad…, en definitiva: vivir.
Si las terapias complementarias son beneficiosas, ¿por qué se aplican tan poco?
Son costosas, implican tiempo y personal.
El tiempo se ha vuelto carísimo.
Hay que pensar sobre cómo debería ser la ética gerencial, basada en el rendimiento a corto o a largo plazo. Hoy toda actividad debe tener rédito inmediato, y es más inmediato dar una pastilla que mejorar la cognición con educación.
¿Qué pasa en esta sociedad que lo más valioso que tenemos, el tiempo, debemos pagarlo tan caro?
Pasear con mis nietos o charlar con amigos implica perder bienes gananciales: siempre podrías estar haciendo otra cosa que te rendiría económicamente.
Pensarlo provoca cierta ansiedad.
Esta sociedad da mucho más valor los réditos materiales que a los réditos personales. Y lo que yo he aprendido en mi profesión es que los segundos son mucho más importantes que los primeros, no solo a nivel de satisfacción personal sino también de salud.
Lo sabemos, pero somos arrastrados por la inercia.
El momento que usted y yo estamos viviendo no volverá porque aunque nos volvamos a ver no será lo mismo, por eso debemos ser conscientes de que este tiempo es precioso, no tiene precio, y este es el valor trascendental de las personas.
Vitalmente, ¿qué ha aprendido de la medicina?
A amar la vida por encima de todo… Considero que los médicos deberíamos ser más humildes y aprender a pedir perdón porque nos equivocamos muchísimo; y también deberíamos dar gracias por la confianza que las personas ponen en nosotros.
Es bonito lo que dice.
Esta profesión me ha enseñado a sacarme la bata y ponerme en la piel del paciente. Soy muy consciente de que algún día me sentaré al otro lado y preguntaré: “¿qué me pasa, doctor?”, y espero poder confiar en que me ayudará con ternura a transitar por esta enfermedad tan cruel.
Es usted hija de pescaderos.
Y nieta. En mi familia, grandes emprendedores, había pocos universitarios. Era un matriarcado. Mujeres fuertes y vitales. Independientes. Se valoraba el trabajo, hice un año de Económicas trabajando en la pescadería.
¿Económicas?
Sí, porque fue la primera facultad que abrió por la tarde. Mis buenos resultados consiguieron convencerles de que no era mala idea de que estudiara medicina y dejara la pescadería.
¿Cómo le va a una pescadera en la facultad de Medicina?
Pocos conocían el mundo del trabajo y había pocas mujeres. Me respetaban, decían: “Con Mercedes podemos hablar de todo porque no se enfada si le decimos que no es sexy”. Siempre tuve cintura, antes de que me pudieran dar una patada levantaba la pierna. Aprendí a sortear situaciones difíciles, a saber aceptarlas, digerirlas y poner buena cara.
¿Qué es lo importante en la vida?
Ser honesto, no me gustan las mentiras. La honestidad en la medicina y en la ciencia es vital, porque sin ella no se puede avanzar.
Mercà Boada es neuróloga, especializada en demencia y alzheimer
[“Tengo 69 años biológicos, pero energéticamente tengo la edad que quiero tener. Soy barcelonesa. Estoy casada con mi socio, cofundador de la Fundación ACE. Tengo un hijo, y sumamos ocho nietos. Mi fe política es el respeto a las convicciones ajenas. Creo en el pacto y en la bondad de las personas”].
Entrevista de Ima Sanchís, en lavanguardia.com.
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