Las vacaciones son para desconectar de todo aquello que ocupe nuestra cabeza obsesivamente, pero no de nuestra familia y nuestros amigos: todo lo contrario
Cuando llegan las vacaciones la gente suele decir que lo que quiere en ese tiempo es desconectar: este es el verbo que utilizan los españoles para expresar su intenso deseo de huir de la rutina diaria −o incluso de huir de sí mismos− para poder vivir unas semanas haciendo algo totalmente distinto de lo habitual.
He utilizado ese mismo verbo en mis recientes vacaciones en el Pirineo para desconectar por completo de la prensa en papel y en formato online −que me parece más adictiva todavía−, de las noticias de la radio y la televisión. Ha sido una experiencia del todo saludable para mí. Mi desconexión mediática solo ha tenido la excepción de algunos partidos del Campeonato del Mundo de Fútbol que he visto acompañado siempre de algunos amigos.
Recuerdo que hace años el papa Benedicto XVI invitaba en una cuaresma a un «ayuno digital». Me parece que efectivamente es muy sano cortar −por una temporada al menos− ese constante flujo de información que llega a nuestros móviles o a nuestros ordenadores para poder prestar atención a las personas que tenemos alrededor y también a nosotros mismos. Por ejemplo, hay terapeutas que recomiendan desconectar por completo los móviles los fines de semana y así cuidar y atender a los demás.
Sin embargo, pienso que no se trata de apagar drásticamente las pantallas. Lo que defiendo es más bien cerrar su uso pasivo, su uso como receptores de información masiva, para concentrar nuestra atención en utilizar las redes sociales y el correo electrónico para comunicarnos con aquellas personas a las que queremos y que quizá por estar lejos podemos atender menos. Las vacaciones que nos regalan tiempo libre y las máquinas que nos acercan a quienes están lejos nos facilitan mucho esa tarea, con tal de que no nos separen de aquellos que tenemos más cerca.
Copio lo que me escribía ayer por email Sofía M., una valiosa alumna que me dejó pensando sobre este tema: “Hace unos meses hablaba con un gran amigo de la importancia de las cartas. Hoy en día parece que todo lo bonito e importante lo acabamos reemplazando por algo más fácil y rápido y, tratando de facilitarnos, acabamos siempre por empeorarnos. Hay que rescatar tradiciones como estas, para así de alguna forma, rescatarnos a nosotros mismos también. Lo que le decía a mi amigo es que lo verdaderamente importante de las cartas es el tiempo que dedicamos a escribirlas, el pararnos a pensar qué queremos decirle a la otra persona, a sincerarnos y a tratar de regalarle al otro un pedacito de nosotros mismos”. ¡Qué bonito y verdadero!
Escribir a quienes queremos es hermoso, pero requiere un cierto esfuerzo: primero hay que querer comunicarse; luego hay que pararse a pensar qué queremos decir y después hay que intentar escribirlo con claridad y corrección. Esto contrasta mucho con la facilidad de un WhatsApp o de subir una foto a Instagram. Indudablemente, la comodidad del usuario es una razón importante para el enorme éxito de las redes sociales y las nuevas tecnologías del entretenimiento: esos recursos ofrecen diversión o distracción sin apenas esfuerzo.
En el pasado mes de diciembre, Mark Zuckerberg, fundador y propietario de Facebook, al hacer un balance de la evolución de esta red social a lo largo de diez años, advertía precisamente que Facebook había pasado a ser una fuente de información para el consumo pasivo por parte del usuario en lugar de la red para la activa comunicación de las personas entre sí tal como la había pensado en un principio. Aseguraba que quería corregir esa tendencia favoreciendo la creación de grupos de personas interesadas en las mismas cosas y disminuyendo el flujo de noticias de los periódicos y otros medios de comunicación.
Me parece que a los seres humanos nos daña el consumo individualista de información o de entretenimiento y lo que esto suele llevar consigo de huida de las obligaciones familiares y sociales o de desarraigo de nuestra red de amigos y personas queridas. Las vacaciones son para desconectar de todo aquello que ocupe nuestra cabeza obsesivamente, pero no de nuestra familia y nuestros amigos: todo lo contrario. Por eso, he puesto entre interrogantes el verbo «desconectar» que encabeza este texto.