Hay que tener ojos para ver y sensibilidad para admirar tanta belleza como hay en el mundo
En mi despacho en la Universidad tengo un hermoso Ficus benjamina que me regaló hace años Marta Revuelta y una humilde violeta que florece periódicamente, pero sobre todo lo que tengo es un enorme ventanal que da al campus y llena la vista con los serios abetos, los verdes cedros y algunos otros árboles más alejados. Esa luminosa ventana es siempre lo que más llama la atención de los visitantes. Suelo trabajar de espaldas a ella, pero cuando estoy cansado me doy la vuelta y admiro el verde de los árboles y los caprichos que trenzan las nubes en el cielo al atardecer.
Ahora llaman a esto “educación verde”: el intento de que los espacios educativos no sean edificios cerrados de cemento, hierro y cristal, sino que siempre abran al menos una ventana o un patio a la naturaleza. Se piensa que nos hace vivir mejor, ensancha nuestra calidad de vida, y que incluso puede que nos haga mejores personas. Hay algo profundo en ello que me parece vale la pena rescatar.
Escribo estas líneas en lo alto del Pirineo aragonés donde estoy disfrutando de unas semanas de descanso en un valle totalmente verde, con manchas blancas de nieve que refulgen al sol. Está salpicado de gencianas amarillas y otras flores de alta montaña. Frente a mis ojos se alza el macizo imponente del Aspe (2.640 m.) con sus enormes paredes de piedra y su amplias placas de nieve.
Esta misma mañana he subido por un sendero apenas trescientos metros más arriba del hotel donde me alojo y quedé maravillado. Llenaba el cielo un espléndido sol radiante que iba derritiendo lentamente la nieve que hay todavía entre las rocas. Un águila solitaria volaba majestuosamente sobre la cumbre, sin apenas batir las alas. Tenía a mis pies el magnífico valle glaciar rodeado de escarpadas montañas. Escuchaba con asombro el murmullo del agua saltarina que bajaba corriendo entre las piedras hasta llegar al fondo del valle surcado por un riachuelo. Me emocionaba el susurro suave de la brisa que acariciaba mis oídos. Las mariposas se paseaban entre las flores y las lagartijas se desperezaban al sol sobre las piedras. Me senté en el suelo y comencé a escribir estas líneas, dando gracias a Dios por este mundo tan maravilloso. Hay que tener ojos para ver y sensibilidad para admirar tanta belleza como hay en el mundo.
«¡Qué gran verdad! −me escribía una profesora a propósito de esta última frase− ¡Cuántas veces no abrimos los ojos a tantas personas y maravillas que hay a nuestro alrededor!». Realmente la sensibilidad puede educarse. El aprecio de la naturaleza se aprende casi por contagio; en particular al advertir cómo muchas personas crecen −ensanchan su sensibilidad− en entornos más naturales.
A mí me viene muy bien el contacto sin prisas con la naturaleza y además me acerca a Dios. Me ayuda, me serena, expande mi alma y logra casi siempre que me olvide de las prisas y los desasosiegos del curso académico ya terminado, de los disgustos padecidos o de las mezquindades humanas propias y ajenas. Me parece que esto mismo o algo parecido le pasa a mucha gente.
Es verdad que el trato con la naturaleza requiere de cierta soledad para poder realmente disfrutarla; también requiere un poco de preparación para desconectar de nuestras tareas habituales y liberarse además de todos los artefactos que llenan nuestra vida. A mí me encanta escaparme a la montaña. En cambio, me agobia la sola imagen de esas playas mediterráneas totalmente abarrotadas de gente; hay tantas personas que, prácticamente, han de pedir turno para extender su toalla sobre la arena o para entrar en el mar.
En las montañas apenas hay nadie y los que hay aman la naturaleza y, salvo caso de necesidad, dejan a los demás que disfruten a su estilo y a su aire. Las montañas, además de espacios de belleza, son también en un sentido muy profundo espacios de libertad y quizá por eso resulta aquí más fácil encontrar a Dios.