La aparición mariana opera al contrario que la aparición tecnológica: no es virtualización en la red planetaria, sino enraizamiento en una tierra, santificación de un espacio hacia el que la gente de todos sitios se dirige en peregrinación, muy físicamente
Cien años después de las apariciones de la Virgen en Fátima, el mundo ha vivido tales perturbaciones que el fenómeno de la aparición reviste un significado distinto. Desde 1917, con el desarrollo de la radio, de la televisión, del FaceTime y del holograma, nada es más corriente, al parecer, que “aparecer”. Lo que ha llegado a ser un acontecimiento raro, casi milagroso, es estar físicamente ahí, en una proximidad ordinaria.
He subrayado a menudo que esta inversión del descubrimiento era uno de los aspectos más placenteros de un mundo dominado por el progresismo: allí donde la innovación se convierte en banalidad destinada a la obsolescencia, lo antiguo se revela en su novedad. Caminar por un sendero campestre es una actividad inaudita para quien tiene la costumbre de desplazarse en una nave espacial. Toparse con un árbol o con una lombriz de tierra es un acontecimiento fantástico para quien se relaciona normalmente con robots.
Análogamente, aquel que frecuenta sobre todo imágenes de síntesis, avatares y proyecciones 2D o 3D, se queda completamente pasmado cuando alguien llama a su puerta después de haber subido por la escalera...
En resumen, a fuerza de conquistar Marte, acabaremos por descubrir la Tierra. La saturación de los artificios convierte lo natural en casi sobrenatural, hasta el punto de que lo maravilloso pudiera ser muy bien, no ver a la Virgen en rincón perdido de Portugal o del Bearne, sino tener al marido en casa, en la mesa, conversando con los niños y sin mirar a cada instante su teléfono móvil. No obstante, es probable que ambas cosas estén íntimamente relacionadas.
La aparición tecnológica intenta, sin duda, parecerse a la aparición mariana o a la ubicuidad divina. Se trata de poder estar presente en todas partes, como figura tutelar; lo cual implica necesariamente, en nuestra condición todavía bastante poco celestial, ausentarse del lugar donde uno está y olvidar a los que están, concretamente, muy cerca de nosotros. Además, en este caso, ya no hay prójimo y lejano, sino lo que Heidegger denomina “sin-distancia”: la estrella del espectáculo que aparece en la pantalla ya no está lejos, está en nuestro salón, sometida a nuestra mirada, pero, a pesar de ello, no está cerca de nosotros, a no ser en nuestra fantasía. Günther Anders insiste en el hecho de que, en el marco telemático, la cuestión de la presencia o de la ausencia no tiene objeto “porque la situación creada por la retransmisión se caracteriza por su ambigüedad ontológica: los acontecimientos retransmitidos son, al mismo tiempo, presentes y ausentes, al mismo tiempo, reales y aparentes, al mismo tiempo, están ahí y no están ahí”.
Ese es, especialmente, el caso del live, en el que lo “vivo” está reconstituido, en realidad, por lo electrónico, o del “directo”, donde la supuesta inmediatez pasa por una mediación extremadamente complicada pero oculta. Teniendo esto en cuenta, se hace bastante evidente que las apariciones promovidas por el aparato tecnológico-financiero son mucho más oscurantistas que las reconocidas por la Iglesia (solamente 17 de las más de 21.000 inventariadas). Solamente hay oscurantismo allí donde el conocimiento es posible, pero se encuentra obstaculizado sistemáticamente. Ahora bien, esto es lo que ocurre con nuestros dispositivos. Son pequeñas cajitas que se presentan con el eslogan “unbox your life” en un anuncio publicitario en el que sus usuarios pasean por la naturaleza o por ciudades resplandecientes: nada sobre las minas de Kivu, sobre el carbón de los Apalaches, las fábricas de Senzen, los siniestros datacenters y las centrales nucleares que permiten el funcionamiento de estos objetos tan cool.
La aparición mariana es mucho más simple y límpida. No disimula ninguna explotación de beneficios para los gigantes de la industria digital. Su milagro no tiene nada que ver con ninguna mecánica vergonzosa o hipócrita. Lejos de poner en funcionamiento, como el holograma, todo el dispositivo tecnológico-financiero, la Santísima Virgen lo evita y lo desconcierta, de manera que su modo de manifestación puede ser considerado como modelo de cualquier alternativa.
Llega incluso a desbaratar la jerarquía romana, pues prefiere aparecerse a pastores en lugar de a cardenales. El balido de las ovejas le sienta mejor que el zumbido de los medios. De hecho, en tanto que la aparición tecnológica se jacta de la sofisticación y nos atrapa igual o más que la gran Telaraña virtual, la aparición mariana canta a la vida simple. Es la madre que se inclina sobre sus hijos. Que les dice que no se olviden de rezar. Que les muestra flores o un manantial. Esto es así porque, por muy sobrenatural que sea, este tipo de aparición tiene más relación con el marido que llega a la mesa familiar sin teléfono inteligente que con las últimas proezas de la videografía.
Ciertamente, la aparición mariana se caracteriza también por cierta “ambigüedad ontológica”: fugaz, no se sabe de dónde viene ni adónde va; su presencia no ofrece duda, pero no es la de las cosas cotidianas; y se sitúa siempre en la inminencia de una desaparición sin retorno. Pero no desemboca en la “sin-distancia” de la aparición tecnológica. Tiende, más bien, a restaurar el sentido de las distancias reales, no solamente porque está ordenada al amor al prójimo, sino también porque María, antes de desaparecer, pide generalmente que se le construya una iglesia en ese lugar. Su nombre se vincula a un lugar, que desde ese momento es bendito en su misma materialidad. Las mujeres de Canterbury lo recuerdan al final de Asesinato en la catedral, de T. S. Eliot: “En dondequiera que ha vivido un santo, en dondequiera que un mártir ha dado su sangre por la sangre de Cristo, / el suelo se convierte en sagrado, y la santidad jamás abandonará ese suelo. / Aun cuando lo pisoteen las botas de los ejércitos y lo visiten los turistas con su guía en la mano...” Así, por ejemplo, se dice de San Francisco de Asís o de Santa Teresa de Lisieux. Así se habla de Nuestra Señora de Guadalupe, de Lourdes o de Fátima...
Sobre ese suelo marcado, se desarrollará toda una economía, aun a riesgo del turismo espiritual y de las innobles tiendas de recuerdos, pero, a pesar de todo, se trata de una economía local, que manifiesta el carácter histórico e insustituible de un lugar. La aparición mariana opera, por lo tanto, al contrario que la aparición tecnológica: no es virtualización en la red planetaria, sino enraizamiento en una tierra, santificación de un espacio hacia el que la gente de todos sitios se dirige en peregrinación, muy físicamente.