Europa encuentra de nuevo esperanza cada vez que pone al hombre en el centro de las instituciones
El Santo Padre Francisco recibió el 24.III.1975 a los jefes de Estado y de Gobierno de Europa con motivo de la celebración del 60º aniversario del Tratado de Roma, que dio existencia a la Comunidad Económica Europea (CEE), y que en esos días se celebró en la capital italiana.
Los Padres fundadores nos recuerdan que Europa no es un conjunto de normas que cumplir, o un manual de protocolos y procedimientos que seguir. Es una vida, una manera de concebir al hombre a partir de su dignidad trascendente e inalienable y no sólo como un conjunto de derechos que hay que defender o de pretensiones que reclamar. El origen de la idea de Europa es «la figura y la responsabilidad de la persona humana con su fermento de fraternidad evangélica, [...] con su deseo de verdad y de justicia que se ha aquilatado a través de una experiencia milenaria».
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«Nuestros planes no son de tipo egoísta, dijo el Canciller alemán Adenauer. «Sin duda, los países que se van a unir (...) no tienen intención de aislarse del resto del mundo y erigir a su alrededor barreras infranqueables», se hizo eco el Ministro de Asuntos Exteriores francés Pineau. En un mundo que conocía bien el drama de los muros y de las divisiones, se tenía muy clara la importancia de trabajar por una Europa unida y abierta, y de esforzarse todos juntos por eliminar esa barrera artificial que, desde el Mar Báltico hasta el Adriático, dividía el Continente. ¡Cuánto se ha luchado para derribar ese muro! Sin embargo, hoy se ha perdido la memoria de ese esfuerzo. Se ha perdido también la conciencia del drama de las familias separadas, de la pobreza y la miseria que provocó aquella división. Allí donde desde generaciones se aspiraba a ver caer los signos de una enemistad forzada, ahora se discute sobre cómo dejar fuera los «peligros» de nuestro tiempo: comenzando por la larga columna de mujeres, hombres y niños que huyen de la guerra y la pobreza, que sólo piden tener la posibilidad de un futuro para ellos y sus seres queridos.
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«En el origen de la civilización europea se encuentra el cristianismo» (De Gasperi), sin el cual los valores occidentales de la dignidad, libertad y justicia resultan incomprensibles. «Y todavía en nuestros días −afirmaba san Juan Pablo II− el alma de Europa permanece unida porque, además de su origen común, tiene idénticos valores humanos, como son los de la dignidad de la persona humana, del profundo sentimiento de justicia y libertad, de laboriosidad, de espíritu de iniciativa, de amor a la familia, de respeto a la vida, de tolerancia y de deseo de cooperación y de paz, que son notas que la caracterizan». En nuestro mundo multicultural tales valores seguirán teniendo plena ciudadanía si saben mantener su nexo vital con la raíz que los engendró.