Escrito por José María García Castro y Jaime Nubiola
Los mejores lectores del poeta perciben en los versos de Machado una profunda espiritualidad
Sin duda, no fue fácil su relación con la institución eclesiástica, pero Jesucristo está presente en sus poemas, en su prosa y probablemente en su vida.
En la poesía y en la prosa de Antonio Machado (1875-1939) la referencia a Dios y a la persona de Jesucristo es muy frecuente. La posición teísta de Machado queda de manifiesto en numerosos lugares de su obra: “El ateísmo −escribe, por ejemplo, en Juan de Mairena− es una posición esencialmente individualista: la del hombre que toma como tipo de evidencia el de su propio existir, con lo cual inaugura el reino de la nada, más allá de las fronteras de su yo. Este hombre o no cree en Dios, o se cree Dios, que viene a ser lo mismo. Tampoco este hombre cree en su prójimo, en la realidad absoluta de su vecino. Para ambas cosas carece de la visión o evidencia de lo otro, de una fuerte intuición de otredad, sin la cual no se pasa del yo al tú”.
Al hablar de religiosidad machadiana habría que afirmar que, aunque católico por el bautismo, sus postulados están ciertamente despreocupados del magisterio y la tradición de la Iglesia. Para Machado la realidad de Jesucristo como fundador del auténtico amor fraterno que nos dirige al Padre es una idea recurrente para expresar la superación del solipsismo racionalista y la esencial alteridad del ser personal. Esta fraternidad es algo más que una pura relación filantrópica al modo ilustrado, pues contiene una apertura a lo trascendente. Nuestro poeta afirma de modo claro que “sobre la divinidad de Jesús he de deciros que nunca he dudado de ella” y también en sus Apuntes íntimos: “Siempre estimé como de gusto deplorable y muestra de pensamiento superficial el escribir contra la divinidad de Jesucristo. Es el afán demoledor de los pigmeos que no admiten más talla que la suya”.
Por una parte, la fe de Machado −su fondo religioso− no se recluye en el ámbito de lo privado. Para él la fe tiene tanta relevancia pública que es clave para la prosperidad de cualquier sociedad. Dios es, a fin de cuentas, la fuerza amorosa capaz de unir los corazones y, por tanto, de activar la vida comunitaria de los pueblos, de forma que su fuerza espiritual no se degrade y sucumba ante el hedonismo materialista. Así escribe en Los complementarios: “Los pueblos que alcanzaron un alto grado de prosperidad material −Francia, Alemania, Inglaterra, Italia− y también un alto grado de cultura (lo uno no va sin lo otro) tienen un momento de gran peligro en su historia, peligro que solo la cultura puede remediar. Estos pueblos llegan a padecer una grave amnesia, olvidan el dolor humano. Su civilización se superficializa, toma el sentido de la utilidad y del placer, olvidan esa tercera dimensión del alma humana, el fondo religioso de la vida, el sentimiento trágico de ella, que dice el gran Unamuno; dejan de lado los problemas esenciales y paralizan, sin saberlo, los íntimos resortes de la civilización”.
Machado pone el acento en una concepción del cristianismo como una ética del amor fraterno, pone el acento en la humanidad de Jesucristo más que en su divinidad y en el Cristo resucitado por encima del crucificado. Basta recordar quizás el final de la saeta de los gitanos:
¡Cantar de la tierra mía, que echa flores al Jesús de la agonía, y es la fe de mis mayores! ¡Oh, no eres tú mi cantar! ¡No puedo cantar, ni quiero a ese Jesús del madero, sino al que anduvo en la mar!
Por otra parte, Machado no entiende bien la dimensión cristológica de la Iglesia católica, a la que mira como una institución anquilosada y enemiga del progreso espiritual del pueblo español. Su anticlericalismo, siempre latente, se manifestó quizá con mayor acritud en los últimos años de su vida, a veces de modo radical, acorde con los vientos de la época. Escribe en sus Apuntes íntimos: “Roma es un poder del Occidente pragmático, un poder contra el Cristo, que tiene del Cristo lo bastante para defenderse de él”. Se trata de una crítica severa de la institución eclesiástica. Machado consideraba que la Iglesia tenía amordazado al Cristo amoroso y, so capa de religiosidad, presentaba una estructura de poder mundano. Quizá −como tantos hoy− podría decir: “Creo en Jesucristo, pero no en la Iglesia”. ¡Qué responsabilidad la nuestra!
Probablemente algunas de las críticas de Machado a la situación de la Iglesia durante aquellos años fueran certeras: “El clericalismo español solo puede indignar seriamente al que tenga un fondo cristiano”, escribe en una carta a Miguel de Unamuno. El poeta no fue capaz de imaginar que desde dentro de la misma Iglesia fuera posible −como de hecho lo fue− la superación de aquel clericalismo −quizás asfixiante− de la cultura española de su tiempo y el logro de una relación equilibrada entre poder temporal y espiritual.
Por esto no resultó chocante para nadie que en su memorable homilía en el campus de la Universidad de Navarra en la mañana del 8 de octubre de 1967, san Josemaría Escrivá −buen conocedor de aquellas pugnas entre clericalismo y anticlericalismo en España− no tuviera reparo alguno en citar a Machado para ilustrar su enseñanza del materialismo cristiano: “Esta doctrina de la Sagrada Escritura, que se encuentra −como sabéis− en el núcleo mismo del espíritu del Opus Dei, os ha de llevar a realizar vuestro trabajo con perfección, a amar a Dios y a los hombres al poner amor en las cosas pequeñas de vuestra jornada habitual, descubriendo ese algo divino que en los detalles se encierra. ¡Qué bien cuadran aquí aquellos versos del poeta de Castilla!: Despacito, y buena letra: / el hacer las cosas bien / importa más que el hacerlas” (A. Machado, Poesías completas, CLXI, Proverbios y cantares, XXIV).