Aún en la pobreza y en las circunstancias familiares más adversas, los niños pueden florecer si encuentran adultos que les ayuden a descubrir su valor infinito y el sentido de su vida
Pocos libros tienen un contenido y una fuerza expresiva tan contundentes como Su nombre es hoy. Recuperando la niñez en un mundo hostil. En este breve ejemplar, Johann Christoph Arnold ha condensado una gran sabiduría, adquirida durante más de 40 años de consejería a familias, sumada a su experiencia de esposo, padre y abuelo.
No es un libro de autoayuda con recomendaciones sobre lo que debe hacerse, tampoco una angustiosa recopilación de datos estadísticos; se trata de un planteamiento esperanzador sobre cómo cuidar mejor de nuestros niños: sin cálculos de tiempo, con infinito cariño y paciencia.
Absortos como estamos en el frenesí de la competitividad y el consumismo, el autor plantea dejar de valorar a los niños bajo parámetros utilitarios (notas en el colegio, inteligencia, apariencia física o sus habilidades), para adentrarnos en la riqueza del misterio de su interioridad, conocerlos verdaderamente y acogerlos de manera incondicional.
Aboga por muchas horas de juego libre y menos tareas escolares, una mayor conexión con la naturaleza y desconexión de las pantallas, y una educación preescolar menos “estructurada”, para dar espacio a esa innata curiosidad infantil que está ansiosa de descubrir el mundo real como “un lugar fascinante”.
Pide no agobiarnos por tantas teorías sicológicas y educativas, para recuperar la sabiduría humana, aquella que aprecia a los niños como un tesoro, y les trata con “reverencia”. Los padres y madres deben ser como ese arco, que mantiene ajustada la flecha (sin presionar ni aflojar demasiado), para, llegado el momento, dejarla que vuele libre y lejos con la fuerza de su propio impulso.
Una tarea intensa pero realmente extraordinaria, que regala la oportunidad privilegiada de redimirnos con nuestro pasado, abrazar un futuro luminoso, buscando en la sima más íntima lo mejor de nuestro ser para entregárselo a nuestros niños, en un pacto de lealtad recíproca; que, aunque a veces se quiebre, nunca debe agotar la confianza de los padres.
Aún en la pobreza y en las circunstancias familiares más adversas, los niños pueden florecer si encuentran adultos que les ayuden a descubrir su valor infinito y el sentido de su vida. Los niños no pueden esperar. Nos necesitan ahora, tanto como los adultos necesitamos de su inocencia y de sus sonrisas.