Las consecuencias negativas están a la vista en la vida de muchas personas, en las tensas y conflictivas relaciones humanas, en las injusticias sociales, en la falta de solidaridad, en la falta de fidelidad a los compromisos matrimoniales, etc.
Una de las cualidades humanas que más estimamos es ser realistas: tener una visión objetiva, certera, correcta de la realidad, tanto de las personas (de sí mismos y de otros) como de los acontecimientos humanos. No ser realistas sería un deficiencia humana importante, e incluso peligrosa −y más para los que tienen puestos de responsabilidad en la vida pública−, porque nos llevaría a tomar decisiones equivocadas que pueden perjudicar a otras personas y a nosotros mismos.
Tener una idea correcta de la realidad −es decir, conocer la naturaleza propia de cada cosa, y especialmente del ser humano− exige una serie de requisitos, tales como amor a la verdad y rectitud de intención, para no buscar “mi” verdad sino la verdad; sinceridad y valentía, para no engañarnos por comodidad o intereses particulares; prudencia, para saber consultar dudas, pedir consejo, etc.
Pero es muy conveniente algo más, algo importante que hoy con frecuencia no se valora o se margina conscientemente: ese “algo” es Dios. El cardenal Ratzinger afirmaba que “quien deja a Dios al margen de su visión de la realidad es solo aparentemente un realista” (“El espíritu de la Liturgia”). Si Dios es lo más real de todo cuanto existe, del que dependen todas las cosas, el que da vida y sentido a todo lo demás, si el hombre conscientemente se abstrae de “Aquel en quien vivimos, nos movemos y existimos” (Hec 17,28), necesariamente se alterará su relación con Dios y todas las demás relaciones con los hombres y con la naturaleza, porque no tendrá una visión completa de la realidad de lo que somos y de lo que es el mundo. Las consecuencias negativas están a la vista en la vida de muchas personas, en las tensas y conflictivas relaciones humanas, en las injusticias sociales, en la falta de solidaridad, en la falta de fidelidad a los compromisos matrimoniales, etc.
“Que te conozca, Señor, y me conozca”, decía San Agustín. Saber bien qué somos requiere conocer a Dios. Lo escribió también San Juan Pablo II en su primera encíclica, Redemptor hominis: “sólo Él (Cristo) revela plenamente al hombre el mismo hombre” (n. 11).
Sin el conocimiento de Dios y de Jesucristo el hombre se queda corto −en el mejor de los casos− en el conocimiento de sí y de los demás, y del mundo en el que vive. Por eso escribía también el Cardenal Ratzinger en el citado libro: “una moral y un derecho que no procedan de la referencia a Dios degradan al ser humano, porque le despojan de su medida y de sus posibilidades más altas y le privan de la mirada hacia lo eterno y lo infinito: con esta aparente liberación, queda sometido a la dictadura de las mayorías dominantes, a las medidas humanas fortuitas que terminan por hacerle violencia”.