Otra vez esa lucha, la más hermosa del mundo, porque se manifiesta con la naturalidad fuerte y la sencillez purísima del amor
Dice Manuel Vilas en el capítulo 54 de su libro Ordesa: «Me gusta mucho que los amigos me cuenten la vida de sus padres. De repente soy todo oídos. Puedo verlos. Puedo ver a esos padres luchando por sus hijos. Esa lucha es la cosa más hermosa del mundo. Dios, qué hermosa es». Y también, «Cuando yo conozco a una persona siempre le pregunto por sus padres, es decir, por la voluntad que trajo a esa persona al mundo».
Anteayer murió un grande de la literatura norteamericana, Philip Roth, y los que conocen a fondo su obra subrayan la omnipresente referencia al barrio de Weequahic, en Newark, donde fue criado con el esfuerzo de un padre gestor de seguros y una madre que abandonó su trabajo de secretaria para dedicarle todo el tiempo a él, a su hermano y a su padre. Dicen que para Roth esa época de aspiraciones, caracterizada por la frugalidad y el orgullo, significó siempre un edén al que quiso regresar a menudo a lo ancho de toda su obra. Otra vez esa lucha, la más hermosa del mundo, porque se manifiesta con la naturalidad fuerte y la sencillez purísima del amor.
A veces, en mi trabajo como profesor, se me ocurre que hay dos tipos de chavales: los que vivieron esa lucha y los que no la vivieron. Los que saben por qué están aquí y los que no lo saben. Quien sabe por qué está aquí puede ignorar todavía el para qué, pero desde luego tiene muchas más posibilidades de encontrar una buena respuesta. ¡Ay de los hijos sin padres o con padres ausentes o distraídos o ensimismados en sus carreras!
A veces se me ocurre que, al final, todo el misterio del vivir se resuelve en entender las cuatro palabras originales: padre, madre, hijo, hija. Pero tampoco me hagan mucho caso.