Estamos en una vorágine de cosas que pasan, de señores que hablan… y, de repente, recibes un mail que te recuerda lo que es importante y fundamental, y que está al alcance de cualquiera, aunque sea un milagro
Me escribe Juan, un amigo al que quiero mucho. Nos vemos poco, pero ahí está siempre y cuando me llama o me escribe, es un soplo de aire fresco.
Es más joven que yo, lo que no tiene ningún mérito, porque más joven que yo, cualquiera. Pero ya tiene una cierta edad, setenta y tantos o así.
Trabajaba en una empresa en la que intervine. Nos hicimos amigos. Y hasta ahora.
Veo por su carta que se ha desfogado. Como si llevase algo dentro y, de repente, lo hubiera sacado.
La ocasión ha surgido porque se está muriendo un amigo suyo, un poco mayor que él. No le conozco, pero, por la descripción, es un número uno.
Mi amigo dice:
Su vida ha sido aparentemente sin relieve. De profesión carpintero, sin muchas luces, sin más formación que la nacida de la reflexión personal (y por ello ha sido sabio, bueno y fiel) Pero ha sido una vida plena, en el cariño y fidelidad a su mujer, a sus hijos, a su trabajo, a sus amigos, a Dios. Como consecuencia, ha dejado un rastro de felicidad, de fidelidad, de trabajo bien hecho. Ha tenido sinsabores importantes, como el fracaso económico de su empresa, ha pasado necesidades económicas para dar estudios y formación a sus cuatro hijos. Pero siempre ha sabido sonreír, repartir el bien y la felicidad a manos llenas. Pegó su locura a su mujer, a sus hijos (que son unos puntales), y a tantos amigos, por lo menos a los que se dejaron…
Y luego, se pone a hablar de sí mismo:
No me importa decirlo: he sido un segundón, no he sido el más listo ni el más inteligente, pero he intentado ser de los más trabajadores y cuando echo la vista hacia mi vida, veo proyectos inacabados, pero también algunos cuajados, con errores, pero cuajados. Alguien me dijo “soñad y os quedaréis cortos” y se ha cumplido. La vida me ha zarandeado; algunas veces hasta me parece que me la han vivido, pero, entre tú y yo, y no se lo digas a nadie, creo que he dejado huella, quizás, seguro, menor de la que debía, pero ahí queda. El mérito ha sido de otros, empezando por mi mujer. Los errores son míos. Pero fíjate, que el que se siente orgulloso soy yo…
Me dice que está escribiendo su vida, una vida absolutamente normal, en la que ha habido luces y sombras, alegrías y tristezas, aciertos y desaciertos. Él le llama “la aventura de mi vida”.
Pero luego pasa a hablar del “milagro” de su vida.
Y me anima a escribir sobre la mía. Noto que me está diciendo que toda vida es una aventura, un milagro y que habría que escribir todas las vidas que él llama “muy normales”, de personas muy normales, “con las que nos ha tocado en suerte convivir”.
Lo que hacemos a diario, cosas pequeñas y normales. Las personas con las que nos encontramos, personas “pequeñas” (poco importantes) y que luchan por ser normales.
Y en ese entorno, entiendo que mi amigo me está “exigiendo” que sea normal, y, además, que lo cuente. Voy a intentar lo primero y dejaré lo segundo para cuando sea mayor.
He dicho al principio que cuando me escribe Juan, me parece que alguien ha abierto la ventana y ha entrado una bocanada de aire fresco. Ha vuelto a ocurrir. ¡Qué necesario es que haya muchos Juanes que te confiesen que su vida ha sido una aventura milagrosa!
Estamos −por lo menos, yo− en una vorágine de cosas que pasan, de señores que hablan, de sucesos con mucha frecuencia desagradables y… de repente, sin que venga a cuento, enciendes el ordenador como todos los días y aparece un mail que no es el de todos los días.
Y ese mail te recuerda lo que es importante y fundamental. Y más aún, resulta que eso, lo importante y lo fundamental, está al alcance de cualquiera.
Aunque sea un milagro.
Leopoldo Abadía, en lavanguardia.com.
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