La fe puede aportar mucho para ‘purificar’ la ética y la política; pero también la racionalidad exige al creyente una ‘purificación’ de su fe, lejos de maniqueísmos o del moderno nihilismo
Se acaba de presentar en Roma un nuevo volumen de Joseph Ratzinger/ Benedicto XVI, Liberare la libertà. Fede e politica nel terzo millennio (Cantagalli, Siena 2018), con un prefacio del papaFrancisco y un texto inédito. El título está tomado del párrafo 86 de la encíclica Veritatis Splendor. Sitúa sobre el sentido de las intervenciones y discursos pronunciados en ocasiones diversas, conocidos y quizá comentados en su momento, que se reúnen en un único volumen, lo que permite hacerse más cargo del pensamiento del sucesor de Juan Pablo II. En todo caso, aporta una visión antropológica positiva del quehacer político, algo que agradecerán quizá quienes han decidido dedicarse a tareas relacionadas con la res publica, no siempre bien valoradas en los últimos tiempos.
La noticia de la presentación refleja una realidad típicamente italiana, tal vez incomprensible desde los habituales prejuicios hispanos. El acto tuvo lugar en una sala del Palazzo Giustiniani (sede del Senado). Dio la bienvenida a los asistentes Maria Elisabetta Alberti Casellati, de Forza Italia (el partido fundado por Silvio Berlusconi), la primera mujer que ha llegado a presidente de ese órgano legislativo. Moderados por el editor, Pierluca Azzaro, intervinieron el Arzobispo Georg Gänswein, Prefecto de la Casa Pontificia y Secretario particular del Papa Emérito, el Presidente del Parlamento Europeo, Antonio Tajani, y el Arzobispo de Trieste, Giampaolo Crepaldi.
Es conocida la tesis de Joseph Ratzinger, sobre la mutua fecundación de fe, razón, libertad y política, tantas veces presentadas como incompatibles o en irreductible oposición. Fue un relativo punto de coincidencia en el célebre diálogo del entonces cardenal con el filósofo Habermas: frente a la arcaica teoría del poder indirecto, se hizo patente que la fe puede aportar mucho para “purificar” la ética y la política; pero también la racionalidad exige al creyente una "purificación" de su fe, lejos de maniqueísmos o del moderno nihilismo.
¿Cómo no recordar el famoso discurso del papa ante el Bundestag en 2011, con su referencia a que la mayor virtud del político se encierra en la gran petición de Salomón a Dios: la sabiduría? Porque la política no es administración de cosas, sino gobierno de personas.
En el prólogo del libro, el papa Francisco recoge ese planteamiento, deudor también de san Agustín o del cardenal Newman, beatificado por el propio Benedicto XVI. Y subraya la importancia de contemplar los problemas que afectan a la justicia y al bien común con una mirada de amor. Al cabo, como afirmó el arzobispo Crepaldi, se trata de “actos de amor, de amor a la verdad de las cosas, que precede a los parlamentos y a las constituciones”.
El volumen incluye también un texto inédito de Benedicto XVI sobre los derechos humanos y su fundamento. Fue un extenso comentario, enviado al profesor Marcello Pera, ex-presidente del Senado, a propósito de su libro de 2015, Diritti umani e cristianesimo. La Chiesa alla prova della modernità. El diario digital ilfoglio.it publicó amplios extractos, bajo el título Il trionfo del diritto nichilista.
Con su característica modestia intelectual, Benedicto XVI dice a Marcello Pera que se siente incapaz de dar una respuesta clara a los problemas tratados en su libro; se limita a enviarle algunas notas que podrían ser interesantes para un diálogo ulterior. Lo cierto es que están llenas de sugerencias.
Aparte de la influencia de la encíclica Pacem in terris de Juan XXIII en la política italiana señalada por Pera, para Ratzinger, Juan Pablo II situó a los derechos humanos en un lugar preeminente del Magisterio y de la teología postconciliar. Contra la imposición dictatorial del Estado marxista, y desde su experiencia personal en Polonia, los veía como arma para limitar el carácter totalitario del Estado: ofrecen el espacio de libertad necesario para la persona, y también para la fe de los cristianos y los derechos de la Iglesia. Significaban el reconocimiento de una razón universal contra las dictaduras de todo tipo, no sólo las ateas, sino las basadas en una justificación religiosa, como en el ámbito islamista.
Desde los primeros cristianos, la fe proclamaba una religión universal: incluía necesariamente una limitación decisiva de la autoridad del Estado, consecuencia de los derechos y deberes de la conciencia individual. No se formuló entonces una teoría de los derechos humanos, pero se afirmó la obediencia del ser humano a Dios como límite de la obediencia al Estado. Juan Pablo II vería en la libertad religiosa un derecho básico que precede a toda autoridad estatal.
Ratzinger enlaza el criterio de Kant, cuando define a la persona como un fin y no como un medio, con la doctrina de la creación del ser humano a imagen de Dios. Con el tiempo, la Escuela de Salamanca la aplicaría a los nativos de América, para reconocer en ellos unos derechos previos incluso a su bautismo: la humanidad precede a la adhesión a la fe y a cualquier poder de la Corona.
Ciertamente, no se puede olvidar la realidad del pecado de origen, para evitar formas de optimismo ingenuas, como puede suceder en ese liberalismo que, al excluir a Dios, pierde su propio fundamento. Constituye un límite a la concepción de un ordo naturalis cerrado en sí mismo, autosuficiente. Se evita así que la ética se transforme en pragmatismo, el derecho en positivismo, y la creencia religiosa en sentimiento. Ratzinger resume la tesis de Pera en que una visión de los derechos humanos separada de la idea de Dios puede llevar a la marginación del cristianismo. Y valora su importancia en el momento actual de occidente, que niega cada vez más sus fundamentos cristianos e, incluso, se vuelve contra su inspiración básica.