Nos ayuda a vivir nuestra vida de un modo más personal, menos prestado, más construido sobre respuestas propias y menos sobre respuestas aprendidas
Muchas veces he pensado que realmente no sabemos bien cuál es nuestra opinión sobre multitud de cuestiones en las que quizá pensamos que sí tenemos opinión, pero en realidad lo que hacemos es repetir algo que hemos oído y que nos ha sonado bien, o que responde a una línea de pensamiento que consideramos merecedora de crédito. Pero lo cierto es que apenas hemos contrastado esa opinión con otras y, por tanto, quizá todavía no hemos llegado a saber realmente qué pensamos sobre eso… porque apenas lo hemos pensado.
Saber cuáles son nuestras verdaderas opiniones es una tarea importante en nuestro empeño por ser protagonistas de nuestra propia existencia. Nos ayuda a vivir nuestra vida de un modo más personal, menos prestado, más construido sobre respuestas propias y menos sobre respuestas aprendidas.
Podríamos pensar que hoy día quizá eso es más fácil, porque el acceso a la información es cada vez mayor, más amplio y más rápido. Pero no está claro que sea así. La sociedad virtual parecía abierta y libre, un ámbito donde la verdad se bastaba a sí misma para crear ciudadanos informados y críticos que interactúan con respeto y sin prejuicios ni intereses espurios. Pero ya muchos analistas señalan que hay una paradoja del conocimiento, quizá poco percibida, pero fundamental en nuestras modernas civilizaciones hiperconectadas: el crecimiento de la cantidad de información no siempre nos empodera ni nos hace más autónomos. Incluso es bastante habitual que nos haga más dependientes de los juicios y evaluaciones que otras personas hacen sobre esa información.
Quien hace búsquedas y acepta ingenuamente el primer resultado que encuentra, o quien se cree todos los bulos que le llegan por whatsapp y los difunde sin contrastarlos, tiene quizá mucho acceso a la información pero no se hace así menos ignorante. Somos fáciles de manipular si no nos preparamos para diferenciar una tontería de una información veraz. La información tiene valor si está verificada, filtrada y evaluada.
Lo importante no es la información, lo importante es saber manejarla. Se habla de la “era de la reputación”, en cuanto que no podemos hacer ese proceso de verificación de modo absoluto, y por eso damos valor a lo que ha sido filtrado, evaluado y comentado por quienes nos merecen credibilidad. Por eso la reputación se ha convertido en un pilar central de nuestra inteligencia colectiva. Es el guardián del conocimiento, alguien ajeno que decide en lo que creemos, una autoridad del conocimiento que nos hace depender de los juicios inevitablemente parciales de otras personas, la mayoría de las cuales no conocemos.
Lo que cuenta es ser capaz de discernir la fiabilidad de quienes nos filtran y comentan la información, cuestión verdaderamente fundamental en los tiempos que nos ha tocado vivir. Quizá debemos luchar más por defendernos de técnicas de desinformación, para ser verdaderamente competentes en detectar la veracidad de las noticias, para reconstruir el camino reputacional de la información que nos llega, para evaluar las intenciones de quienes las circulan y así vislumbrar sus agendas ocultas. Y preguntarnos por la reputación de esa fuente, por qué merecen que les creamos. No me refiero tanto a investigar sobre los contenidos de la información sino sobre la red de relaciones de confianza que les ha dado entrada, de un modo merecido o inmerecido, en nuestro entorno de conocimiento.
La civilización avanza gracias a que nos beneficiamos del conocimiento que nos transmiten, pero es vital evaluar críticamente la reputación de las fuentes de información. Y es preciso incorporar a la educación ese tipo de habilidades. La solución no es alejar a los niños de internet, sino saber integrarlo en el proceso educativo, aprender a manejarse en algo que no es tanto tecnología sino gestión de la información. Acostumbrarles a buscar el conocimiento no tanto en una página de un libro de texto sino en su capacidad de analizar, filtrar, verificar y comprobar las fuentes, en la posibilidad de contrastar, de descartar, de desarrollar el pensamiento y el juicio crítico. Deben aprenderlo los niños y debemos aprenderlo los adultos. Lo malo no es estar siempre conectado, si se hace con sensatez. La solución no parece estar en los controles. Lo decisivo es educar mejor, preparar para un mundo en el que todos tienen un teléfono móvil en la mano o en el bolsillo. El problema no es solo de adicciones, de atención, de dispersión…, que lo es. La cuestión crucial es que puede ser un formidable vehículo de información o de desinformación, de conocimiento o de manipulación, de capacidad de análisis o de aborregamiento.