Como leí hace tiempo, el silencio y la palabra son complementarios: el silencio no dificulta el habla, sino que la hace posible
Hoy quiero hablarte de la importancia del silencio. Hace muy poco, lo hacía sobre la escucha. Que no es posible cuando hay barullo…
¿Comenzamos con una historia?
Visitaba un afamado empresario un monasterio cuando, en su huerta, se topó con un monje que sacaba agua de un pozo.
−¿Qué aprende usted en su vida de silencio?, preguntó el ejecutivo.
El monje le respondió: −Mire al fondo del pozo, ¿qué ve?
El hombre se asomó al brocal. −No veo nada.
El monje se quedó inmóvil, en silencio, como pensativo. Al rato, señaló al visitante: −¡Mire ahora! ¿Qué ve?
−Ahora me veo a mí mismo, en el reflejo del agua.
−Ya ve, explicó el religioso. Cuando ando con el cubo en el pozo, agito el agua y nos impide ver. Sin embargo, con el agua en calma, el hombre se descubre a sí mismo.
Esa es la experiencia del silencio: ¡El hombre se descubre a sí mismo!
Leía esta historieta y me acordé de ese post que te escribí…
Sí, de la entrada titulada “Quo vadis?”
“Es la actual −te comentaba entonces− una sociedad un tanto “agitada”; llena de prisas y de “ruidos” que nos pueden despistar… Y en más ocasiones de las deseables caminamos precipitadamente, a veces como hormigas desorientadas que hubieran perdido el hormiguero. Llenos de veredas y faltos de brújula. Con muchos contactos y menos encuentros. Deslumbrados por destellos de artificiales luces de neón que… nos impiden ver las estrellas del firmamento. Colmados de sensaciones, necesitados de sentimientos. Sin saber, quizás, disfrutar de las pequeñas cosas de la vida. Sin la paz del silencio”.
Pasa el tiempo; y seguimos sobrados de ruidos; de cháchara, de palabrería hueca, de bulla, de estridencias, de estímulos. Y, a veces, hasta de caos y de estrés, pegados como estamos a cosas superficiales que invaden nuestra intimidad y nos quitan un tiempo sustancial, vital.
Es un ruido que nos satura y nos aleja de la escucha auténtica y de la reflexión profunda.
Y no siempre es un ruido no buscado. Conectamos casi automáticamente la radio, nada más subir al coche; o encendemos la tele, al llegar al salón; o nos enredamos a lo largo del día, entre emails y whatsapps, con sus avisos y vibraciones, casi, mecánicamente.
Y vamos moviendo el dial del receptor, zapeando con el mando, enviando mensajes… removiendo el agua… como si nos diera miedo asomarnos al pozo y… que nos refleje. ¿Nos da?
¿Cuántos minutos pasamos, de entre los 1.440 que tiene cada día, en silencio? ¿Apenas los que dormimos? ¡Algunos ni eso!
Pero, en serio: ¿buscamos buscarnos? Porque solamente así nos encontraremos…
Tenemos que saber escapar del jaleo (el ruido interior incluido), que nos perturba, que nos distrae de lo importante. Parar el tiempo y encontrar ese espacio de calma y tranquilidad que cada uno tiene en su interior.
¡Porque no nos atendemos… y no nos entendemos!
Un diálogo interior
El silencio, como el agua del pozo, te permite verte con claridad… si dejas que te refleje: la calma te ayuda a mirarte; te facilita meditar; pararte. Pararte a pensar.
Te encuentras contigo mismo, te observas, puedes conocerte mejor. Y, a partir de ahí, surge un diálogo íntimo sobre quién eres, dónde vas y qué quieres. Cuál es el sentido de tu vida.
En esa búsqueda de la verdad, es en tu propio silencio donde encuentras las preguntas verdaderamente importantes. En el silencio también están las respuestas.
El silencio, dice F. J. Bartunek, es para nuestra vida interior como el espacio que hay en la caja de un violín: lo que permite que la música resuene. Y allí donde no hay ese espacio −digo yo−, no hay música que valga.
Un diálogo con los demás
Afirmaba Pitágoras −y esto es matemático− que el comienzo de la sabiduría es el silencio. Y no ya solo por el aforismo griego del “Conócete a ti mismo”, sino porque el silencio te facilita escuchar a los demás de forma activa y respetuosa. Y de ahí, de una escucha recíproca, surge la relación propia del hombre como ser social: el diálogo y, dando cabida a la palabra del otro en nuestro interior, el encuentro. ¡Y mira que lo necesitamos!
Como leí hace tiempo, el silencio y la palabra son complementarios: el silencio no dificulta el habla, sino que la hace posible.
No puede haber buenos discursos sin silencios: silencios del auditorio e, incluso, del orador. Salvo que este sea un loro.
Como no podría haber melodía sin aquellos: los silencios, también en la música, son una parte esencial de la partitura y de la armonía.
Concluyo citando a Miguel Pastorino en Aleteia:
“Cuando queremos hablar en serio o pensar en profundidad, necesitamos que todo se apague, que callen todas las demás voces, para hacer espacio a las palabras que nos importan. Necesitamos callar para poder escuchar…
Aprender a hablar desde el silencio le devuelve a la palabra su peso y su fuerza, como escribió Heidegger: ‘Un resonar de la palabra auténtica puede surgir solamente del silencio’.
Solo del silencio puede brotar una palabra sensata, luminosa, penetrante y profunda…
La mirada se vuelve más profunda y no nos detenemos en la anécdota y las superficialidades. La mirada que brota del silencio se deja asombrar por lo cotidiano y transmite paz y esperanza, porque sabe esperar y ha ensanchado su horizonte vital”.
En fin, no olvides que, como afirmaba Quinto Curcio Rufo, los ríos más profundos son siempre los más silenciosos. ¡A veces, mucho más que una charca de ranas!, me atrevo a añadir.
Y ya que hablamos de ranas (no es la primera vez que los batracios visitan el blog), oye: ¿me ayudas a difundir el post y… dar un salto?
¡Gracias!
José Iribas, en dametresminutos.wordpress.com.
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