Es cierto que…, y que…, pero mentiría si no admitiera que cada uno es importante para todos los demás, que ninguno de ellos sobra y que cuando uno solo falta la casa ya no es la misma…
Que mis hijos sean seis hermanos es hoy una rara avis, y sobre ella he de admitir públicamente algunas cuestiones…
Es cierto que no frecuentan muchos cumpleaños, ni van de vacaciones al extranjero, ni cuentan con espacio propio en casa (a excepción de su cama)… Es cierto que estrenan poca ropa, que deben ponerse de acuerdo para ver una película apta para todos y que hay que apretarse para caber en la mesa de la cocina. Es cierto que deben esperar turno para jugar veinte minutos al iPad en el fin de semana y que incluso para contar cada uno sus batallas del colegio hay que organizarse y esperar que toque la vez.
Es cierto que el primero debe sujetar la puerta para que pasen los demás, que las chuches de los cumpleaños de clase se reparten entre todos, y que el último que llega se puede quedar sin un trozo del codiciado bizcocho de papá. Es cierto que siempre hay que esperar a que todos estén sentados a la mesa para empezar a comer, a que no falte ninguno para rezar por las noches o a que cada uno tenga puesto el abrigo para, por fin, poder salir de casa…
Es cierto, sí, que hay que aprender a estudiar con ruido de fondo, que la barra de pan no tiene pico para todos y que siempre hay que andar mirando al suelo para no tropezar con una pinypon, un coche de carreras o simplemente con un hermano que ha tenido a bien ponerse a jugar tirado en medio del pasillo. Es cierto que los pequeños destrozan a menudo las colosales construcciones de Lego de los mayores, que siempre hay quien quiere coger exactamente el mismo juguete que tiene otro, que no hay un cuento que sobreviva con todas sus páginas intactas y que las piezas de los juegos de mesa desaparecen de forma misteriosa.
Cierto es incluso que en esto de compartir, comparten incluso padre y madre, y con ellos, su tiempo, que pocas veces es en exclusiva.
Pero también es cierto que siempre tienen un hermano en quien refugiarse, con quien jugar, discutir o a quien echar la culpa. Esto último es clave. También es cierto que cuando van al parque este se llena de forma inmediata y ya tienen la diversión (y la bronca por el columpio) asegurada. Es cierto además que nunca falta el hermano que explique esa palabra nueva oída en el recreo, que practique la lectura contando un cuento a los más pequeños (para desesperación de los mismos) o improvise un pintacaras con el primero que pase.
También es totalmente cierto que si uno no quiere jugar, otro estará bien dispuesto; que es posible hacer equipos (o bandos) con combinaciones diversas por edades, sexos o preferencias; y que cuando no gusta la comida siempre hay un plato al lado para hacer la tres catorce. Es cierto también que los baños en compañía son menos baños y que eso de “como se lo diga a mi hermano que está en cuarto” siempre funciona en el patio. Cierto es también que ante amenazas externas se convierten en una piña infranqueable, que cuando le regalan a uno un chupachús este pide otros cinco para los demás y que cuando un hermano se hace daño suele haber más de uno dispuesto a pegarle un buen achuchón.
Es cierto que la insistencia de muchos ablanda incluso a los padres más severos y que nunca falta algún aliado dispuesto a emprender una aventura insoslayable o a apoyar una causa perdida. Es cierto que no les hace falta una tele o actividades trepidantes para entretenerse por las tardes, que el aburrimiento es un primo lejano que pocas veces viene de visita y que, entre santos y cumpleaños, toca tarta en casa una vez al mes como mínimo.
Y es que mentiría si no admitiera que cada uno es importante para todos los demás, que ninguno de ellos sobra y que cuando uno solo falta la casa ya no es la misma… Porque con la misma intensidad con la que se pelean diariamente, así también se adoran, se defienden y se necesitan mutuamente. Y nosotros a todos ellos, porque son nuestra gran locura, la que humanamente nos desborda y, a la vez, nos colma.