Si no aprendemos de la vida cotidiana, si no nos expresamos, si el pensamiento no es guía de nuestras acciones renunciamos a vivir con plenitud
Recientemente escuché al profesor Jaime Nubiola, catedrático de la Universidad de Navarra (España), en un ciclo de conferencias donde, entre otros temas, abordó la pregunta sobre cómo se cultiva el espacio intelectual interior.
Con la practicidad y concreción que le caracterizan, aportó a modo de respuesta tres verbos clave: pensar, leer, escribir. Si bien no develó el “hilo negro”, recordó el camino que todo docente e intelectual debe recorrer en su ruta hacia la investigación.
Hoy abordaremos solo el primero de esos verbos. Pensar es el motor de la vida intelectual. ¿Pensar qué? Lo que uno vive, es decir, reflexionar sobre las problemáticas del mundo, los conflictos personales y sociales, etc. La principal fuente de la reflexión está en la realidad misma, después vienen los libros.
Luego, como una continuidad de “pensar”, está el decir lo que uno piensa, encontrar un ámbito de expresión para sí mismo (por ejemplo, a través de la escritura) y para los demás. Sin esta segunda fase, el motor intelectual no avanza; y aún más, es en la expresión donde mejor se aclaran nuestros pensamientos. Y la tercera fase de este verbo ya en evolución −“pensar-expresar”−, es vivir lo que uno dice; es el aspecto más decisivo que manifiesta la madurez de nuestro pensamiento. Nos queda con esto una triada muy interesante: pensar-expresar-vivir.
Todos los sistemas de distracción evitan que pensemos. Son el “somma” del que habla Huxley en Un mundo feliz. O “el pan y circo” que los romanos ofrecían al pueblo. Cada uno debemos identificar cuáles son las distracciones que nos privan de pensar, pues al hacerlo atentamos contra la única regla de la razón: aprender. Si no aprendemos de la vida cotidiana, si no nos expresamos, si el pensamiento no es guía de nuestras acciones renunciamos a vivir con plenitud. En palabras de Nubiola, hemos de mantener encendido el horno de la vida intelectual.