Los tres verbos que el Papa, durante la Santa Misa del Miércoles de Ceniza, propone poner en práctica en Cuaresma
El tiempo de Cuaresma es tiempo propicio para corregir los acordes disonantes de nuestra vida cristiana y acoger la siempre nueva, gozosa y esperanzada noticia de la Pascua del Señor. La Iglesia, en su materna sabiduría, nos propone prestar especial atención a todo lo que pueda resfriar y oxidar nuestro corazón creyente.
Las tentaciones a las que estamos expuestos son muchas. Cada uno conoce las dificultades que debe afrontar. Y es triste constatar que, ante las vicisitudes diarias, se levantan voces que, aprovechando el dolor y la incertidumbre, no saben sembrar otra cosa que desconfianza. Y si el fruto de la fe es la caridad −como le gustaba repetir a la Madre Teresa de Calcuta− el fruto de la desconfianza son la apatía y la resignación. Desconfianza, apatía y resignación: los demonios que cauterizan y paralizan el alma del pueblo creyente.
La Cuaresma es tiempo precioso para desenmascarar esas y otras tentaciones, y dejar que nuestro corazón vuelva a latir según el pálpito del corazón de Jesús. Toda esta liturgia está impregnada por ese sentimiento y podremos decir que se refleja en tres palabras que se nos ofrecen para “calentar el corazón creyente”: detente, mira y vuelve.
Párate un poco, deja esa agitación y ese correr sin sentido que llena el alma de la amargura de sentir que nunca se llega a ninguna parte. Detente, deja esa obligación de vivir de modo acelerado, que dispersa, divide y acaba destruyendo el tiempo de la familia, el tiempo de la amistad, el tiempo de los hijos, el tiempo de los abuelos, el tiempo de la gratuidad…, el tiempo de Dios.
Párate un poco ante la necesidad de aparecer y ser visto por todos, de estar continuamente “en el candelero”, que hace olvidar el valor de la intimidad y del recogimiento.
Detente un poco ante la mirada altanera, el comentario fugaz y despectivo que nace de haber olvidado la ternura, la piedad y el respeto por el encuentro con los demás, especialmente los vulnerables, heridos e incluso inmersos en el pecado y en el error.
Párate un poco ante la compulsión de querer controlarlo todo, saberlo todo, arrasarlo todo, que nace de haber olvidado la gratitud por el don de la vida y por tanto bien recibido.
Detente un poco ante el ruido ensordecedor que atrofia y aturde nuestros oídos y nos hace olvidar el poder fecundo y creador del silencio.
Párate un poco ante la actitud de fomentar sentimientos estériles, infecundos, que derivan de la cerrazón y de la autocompasión y llevan a olvidarse de ir al encuentro de los demás para compartir los pesos y los sufrimientos.
Detente ante el vacío de lo instantáneo, momentáneo y efímero, que nos priva de las raíces, de los vínculos, del valor de lo recorrido y de sabernos siempre en camino.
Detente. ¡Detente para mirar y contemplar!
Mira. Mira las señales que impiden apagar la caridad, que mantienen viva la llama de la fe y de la esperanza. Rostros vivos de la ternura y de la bondad de Dios que actúa en medio de nosotros.
Mira el rostro de nuestras familias que siguen apostando día a día, con gran esfuerzo por sacar adelante la vida y, entre tantas carencias y estrecheces, no omiten ningún intento para hacer de su casa una escuela de amor.
Mira los rostros que nos interpelan, los rostros de nuestros niños y jóvenes cargados de futuro y esperanza, cargados de mañanas y de posibilidades que exigen dedicación y protección. Brotes vivos del amor y de la vida que siempre se abren paso en medio de nuestros cálculos mezquinos y egoístas.
Mira los rostros de nuestros ancianos arrugados por el paso del tiempo: rostros portadores de la memoria viva de nuestra gente. Rostros de la sabiduría activa de Dios.
Mira los rostros de nuestros enfermos y de tantos que cuidan de ellos; rostros que, en su vulnerabilidad y en su servicio, nos recuerdan que el valor de cada persona nunca puede reducirse a una cuestión de cálculo o de utilidad.
Mira los rostros arrepentidos de tantos que intentan remediar a sus propios errores y equivocaciones y, a partir de sus miserias y sus dolores, luchan por transformar las situaciones y seguir adelante.
Mira y contempla el rostro del Amor Crucificado, que hoy desde la cruz sigue siendo portador de esperanza; mano tendida para los que se sienten crucificados, que experimentan en su vida el peso de los fracasos, de los desengaños y de las desilusiones.
Mira y contempla el rostro concreto de Cristo crucificado, crucificado por amor a todos sin exclusión. ¿A todos? Sí, a todos. Mirar su rostro es la invitación llena de esperanza de este tiempo de Cuaresma para vencer los demonios de la desconfianza, de la apatía y de la resignación. Rostro que nos invita a exclamar: ¡el Reino de Dios es posible!
Detente, mira y vuelve. Vuelve a la casa de tu Padre. Vuelve sin miedo a los brazos deseosos y abiertos de tu Padre, rico en misericordia, que te espera (cfr. Ef 2,4).
¡Vuelve! Sin miedo: este es el tiempo oportuno para volver a casa, a la casa del “Padre mío y Padre vuestro” (cfr. Jn 20,17). Este es el tiempo para dejarse tocar el corazón… Quedarse en la vía del mal es solo fuente de delirio y de tristeza. La verdadera vida es algo muy distinto, y nuestro corazón lo sabe bien. Dios no se cansa ni se cansará de tender la mano (cfr. Bula Misericordiae Vultus, 19).
Regresa sin miedo a experimentar la ternura sanadora y reconciliadora de Dios. Deja que el Señor cure las heridas del pecado y cumpla la profecía hecha a nuestros padres: «Os daré un corazón nuevo y pondré en vuestro interior un espíritu nuevo. Os quitaré el corazón de piedra y os daré un corazón de carne» (Ez 36,26).
¡Detente, mira, vuelve!
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