Hoy, 14 de febrero, Miércoles de Ceniza y San Valentín, os propongo, para algún día de esta Cuaresma, un Viacrucis alternativo: ¡otra forma de amar!
La razón que me llevó a Jerusalén durante los días de la Pascua judía ha dejado de ser relevante. Lo único que importa es que ahí estaba yo, caminando por sus calles, cuando el griterío de la muchedumbre me desvió de mis ocupaciones: "¡Es Jesús! ¡El nazareno! ¡Lo van a juzgar!"
Seguí aquella marea humana, espoleada por rabinos y escribas que iban sacando a la gente de sus casas, y llegué al patio del palacio del gobernador.
En un lugar más elevado, pude distinguir, por sus vestiduras, a Pilato, gobernador de Judea.
A su lado, un hombre maltratado, que apenas se tenía en pie, miraba con serena tristeza a la multitud.
Su mirada , que parecía detenerse en cada rostro, me alcanzó y, por unos momentos, tuve la extraña sensación de estar a solas con él. En ese mismo instante supe −aún hoy no sé explicarlo− que algo nuevo estaba a punto de comenzar para mí.
Sentí, de pronto, un fuerte golpe en la espalda: "¡Vamos, a qué esperas, idiota! ¡Grita! ¡Crucifícale! ¡Crucifícale!"
Era uno de los esbirros del Sumo Sacerdote. Mi confusión era grande. ¿Qué estaba pasando?
El hombre del pretorio había sido desnudado. Su cuerpo entero era una llaga. La piel parecía desprendérsele a jirones. La cabeza estaba cubierta con un casquete de espinas.
Goterones de sangre seca adornaban grotescamente su frente. Nunca había visto un hombre flagelado y castigado con tanta crueldad.
La inmensa compasión que en mí despertaba contrastaba con el sadismo de la masa. Algunos intentaban desviar la mirada, pero el furor del resto se acababa imponiendo.
Pilato, en una maniobra insólita, dejó la sentencia en manos de aquella multitud enajenada.
El hombre fue condenado a muerte.
"Es la ley. El reo ha de cargar con la cruz hasta el lugar del patíbulo", respondió un soldado a mi pregunta, y, con satisfecha sonrisa, señaló un lejano lugar elevado, a las afueras.
"No es posible. No tendrá fuerzas", dije para mis adentros sin atreverme a exteriorizar mis sentimientos. "Pero, ¿qué ha hecho este hombre para merecer semejante castigo?" El delito estaba grabado en una tablilla:"Jesús Nazareno, Rey de los Judíos".
Le vi, entonces, abrazarse al pesado madero como si fuera un amigo, un compañero de tormento. Me pareció que lo besaba y creí, en efecto, contemplar por un momento a un rey, un rey asido a su vara real: un tosco leño que abría de nuevo sus heridas.
“¿Acaso nadie lo ve? ¿Nadie se da cuenta de que no puede con el peso de la cruz?” El nazareno se tambaleó, miró a la muchedumbre, como pidiendo ayuda, un mínimo gesto de compasión.
Oí unos gritos −“¡Se va a caer! ¡Se va a caer!", "¡No, no, aguantará!"− que llegaron a mis oídos como las posturas de una macabra apuesta.
Y cayó, cayó al suelo dolorosamente. Yo estaba muy cerca, totalmente inmerso en el funesto espectáculo, y casi sentí en mis huesos la tremenda caída. Jesús no quiso soltar el madero, y sus brazos, pecho y rostro recibieron el golpe brutal sin amortiguación alguna. Permaneció unos instantes en el suelo, abrazado a su cruz.
Yo no entendía nada de lo que estaba pasando: “¿qué clase de cruz es esa para que alguien se agarre a ella como a su tabla de salvación? ¿Quién es este hombre, que parece querer cargar él solo con todo el dolor que le inflige esta humanidad endurecida?”
Todo sucedía muy rápido. Apenas había logrado levantarse el condenado, cuando oí, detrás de mí, una desgarradora voz femenina:"¡Hijo mío!"
Me volví y vi una mujer de mediana edad, cuyo profundo dolor no podía ocultar su serena belleza, corriendo hacia el reo.
Comprendí que no podría atravesar la cadena de soldados que contenían a los curiosos y simulé un tropezón para empujar a uno de ellos, abriéndole a la mujer el paso que necesitaba para llegar a su hijo.
El nazareno estaba aún de rodillas. Su madre acarició sus ensangrentadas mejillas mientras le besaba la frente. Jesús la miró, esbozó una sonrisa que pareció iluminar todo su rostro y cerró los ojos, como queriendo sentir en lo más hondo de su alma la dulce y dolida caricia de su madre.
El soldado al que había desplazado se rehízo, me dio un brutal empujón, agarró a la mujer y la apartó bruscamente de su hijo.
María, que así supe después que se llamaba, me miró agradecida, y un calor extraño recorrió todo mi cuerpo, como cuando mi madre me besaba de pequeño después de una pesadilla.
Jesús, el rey de los judíos, apenas podía levantarse. Nadie se atrevía a ayudarle. Yo tampoco. Tenía miedo. Era como si todos los demonios del infierno se hubieran dado cita esa tarde en las calles de Jerusalén. La gente le insultaba y escupía a su paso. Solo algunas mujeres parecían lamentarse y rezar.
Por fin, logró levantarse. Su paso era lento y exasperaba a los soldados, que se burlaban de él y le apremiaban con sus látigos.
De pronto, un judío que pasaba por ahí recibió el empujón del que mandaba el pelotón y le ordenaron que ayudara al nazareno. El hombre se resistió, pero fue forzado a hacerlo.
Miró a Jesús con repugnancia. Nada en él era atractivo: sangre que atravesaba la túnica, moratones, llagas, polvo y pequeñas piedras enganchadas en las heridas abiertas. Intentó evitar siquiera rozarle. Agarró la cruz por el extremo más lejano a su porteador desestabilizando al reo, que a punto estuvo de caer de nuevo.
Jesús se volvió hacia él y le miró con dulzura, sin reproche alguno. El hombre pareció compadecerse. Se acercó más y cargó él solo con la cruz, mientras Jesús se apoyaba en sus hombros.
Cuando vi al reo abrazarse a ese hombre, algo en mi interior se rebeló contra mí mismo, contra mi comodidad de espectador indiferente. Quise ir también a ayudarle, pero ya era tarde: los soldados me lo impidieron.
Me pareció ver de nuevo a la madre de Jesús junto a su hijo, intentando limpiar la sangre de su cara. No. Era otra mujer. Una mujer pequeña y ágil, que había podido colarse y llegar al nazareno en un despiste de los soldados.
Uno de ellos intentó quitarle el paño con el que había enjugado el rostro de Jesús, pero ella se enfrentó a él sin miedo, le increpó y le dijo algo que desconcertó al soldado.
Alguien gritó entonces: “¡la imagen, la imagen en el paño!”. La mujer extendió la tela y todos pudimos ver impresa en ella la faz del reo en sangre viva. La mujer se fue corriendo, besando y escondiendo el paño como un tesoro. Otras mujeres le siguieron.
La cara de Jesús recuperó un atisbo de apariencia humana y, al mirarla, me pareció ver en ella reflejados los rostros de todas las personas a las que amaba. Mis ojos se volvieron a encontrar con los suyos y sentí un impulso interior que me movió a rezar... ¡A rezar, yo, que ya en nada creía! ¡Y a rezar a un hombre, a un hombre aniquilado!
La ayuda del judío no parecía ser suficiente. Yo me había quedado absorto en mi momentánea visión y solo alcancé a ver la cruz rebotando contra el suelo y golpeando al condenado en la cabeza.
El golpe retumbó en mi interior como si yo mismo lo hubiera recibido. Me asusté mucho. Miré a mi alrededor. Nadie parecía haber visto nada. Una mujer me miró extrañada y me gritó algo que no pude entender.
De pronto, vinieron a mi memoria recuerdos de mis peores acciones y conductas. Mis fraudes y engaños, mis cobardías, mis errores, mis vanidades y egoísmos... Corrí hacia Jesús, pero esta vez no pude encontrarme en su mirada. Su rostro parecía besar el suelo mientras el judío intentaba levantarle entre empujones y patadas de soldados y transeúntes.
Por fin, el nazareno logró incorporarse, y a mí me salió de dentro pedir perdón de mi pasado. Pude observar cómo el reo decía algo al judío que le ayudaba. Alguien gritó su nombre: “¡Simón, déjalo ya!”. Pero él, en lugar de dejarlo, le aupó con más fuerza. Después, Simón, el judío, me buscó con la mirada y afirmó con la cabeza, como si quisiera decirme que mi perdón había sido escuchado.
Un grupo de mujeres lloraba desconsoladamente. La madre de Jesús no estaba entre ellas. Había quedado atrás. La tradición de las plañideras está muy arraigada en Israel.
El nazareno alzó la vista, como recordando a las mujeres que aún estaba vivo. Dirigió después una mirada a la ciudad y sus gentes, venidas de los mil confines para la fiesta, y recomendó a las mujeres que no lloraran por él. “Llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos”.
Luego evocó una imagen: “Si al árbol verde le tratan de esta manera, ¿en el seco qué se hará?” Tuve que acercar el oído para poder escuchar su escaso hálito de voz, pero mi corazón comprendió y me trajo a la memoria todos mis proyectos olvidados, mis abandonos y estériles ocupaciones, mis talentos sepultados en la comodidad de una vida holgada y placentera.
Las mujeres me miraron como a un extraño y prorrumpieron en un llanto aún más lastimero.
La cuesta se hizo más empinada. La gente se dispersó un poco y el griterío bajó de intensidad a campo abierto. Unos niños, imitando a los adultos, se reían de la escena mientras señalaban una piedra grande, que parecía puesta de intento en el camino. Ignorantes de la tragedia, esperaban un tropiezo.
Ni el reo ni su forzado compañero pudieron ver la piedra en el camino, y el pie llagado de Jesús tropezó, arrastrando en su caída al judío, que no pudo evitar caer sobre el nazareno.
Vi a los niños darse palmas como si de un juego se tratara y aquella caída hubiera sido su triunfo. Jesús les miró paternalmente y los niños huyeron a refugiarse con sus padres. Y yo me vi reflejado en ellos como un niño tonto y frívolo, incapaz de recordar todas las piedras que a lo largo de mi vida había puesto en camino ajeno por mera diversión, por codicia o por envidia.
Por fin, la insufrible procesión llegó a su destino, de sombrío nombre: Lugar de las calaveras. De la misma manera en que había sido reclutado, Simón, que parecía ya querer sufrir la misma condena que su inesperado compañero de fatigas, fue despreciado y apartado.
El reo, exhausto, permaneció en el suelo. Le forzaron a levantarse y, como el verdugo siempre reclama su botín, se repartieron los despojos de sus pertenencias. La túnica, ensangrentada pero aún entera, la asignaron a suertes.
El soldado que inspeccionaba la túnica miró a la madre de Jesús, que contemplaba la escena a unos metros de distancia. Dudó por unos momentos, hizo ademán de entregársela, pero la mano férrea del afortunado en las suertes le arrebató la túnica de las manos, la arrugó con cara de asco y la colgó de su zurrón.
Una columna de rostros aparentemente anónimos, que vagamente recordaba, desfiló ante mi memoria. Sus cuerpos purulentos y sus vestidos manchados de sangre me hicieron recordar a tantos que algún día me habían necesitado y yo había ignorado.
Cuando uno de los soldados fue a buscar unas cuerdas y unos enormes clavos, me apercibí, por vez primera, de la presencia de otros dos condenados que iban a compartir patíbulo con el ‘rey de los judíos’. Sus cuerpos no estaban masacrados como el del nazareno y, sin embargo, sus rostros hirientes contrastaban con la entereza de Jesús y reflejaban la rabia de su terrible destino, contra el que se rebelaban inútilmente.
“¿Es necesaria tanta crueldad?”, grité interiormente al sentir en lo más profundo de mis carnes el primer martillazo. Y después otro, y otro, y otro... Aparté la mirada y me encontré con los ojos duros, insensibles, del que parecía ser uno de los miembros del Sanedrín.
“¿No dice que es Dios, este?”, se limitó a decir, y se sacudió el polvo de las sandalias.
Miré las palmas de mis manos sudorosas, pero una fuerza insólita las empujó a cerrarse como si quisieran empuñar ellas mismas el martillo que enclavaba al nazareno. Jesús, entre espasmo y espasmo, parecía dirigirse al cielo con un gesto de incomprensible aceptación.
El ascenso de la Cruz tuvo que agudizar hasta extremos insoportables el dolor de la víctima. A duras penas podía respirar. La desalmada pericia de los soldados con los clavos al traspasar certeramente la carne entre los huesos impedía el desgarro de pies y manos.
Al reo no se le concedió un segundo de descanso en su agonía. Pero no parecía importarle su propio sufrimiento. Como si quisiera dirigir desde la cruz sus últimos momentos, se esforzaba por estar atento a todo lo que sucedía a su alrededor. Le vi hablar con los dos ladrones que habían crucificado junto a él. Uno de ellos se serenó tras sus palabras, mientras el otro imprecaba a cielos y tierra.
La madre de Jesús se acercó a la Cruz. Le acompañaba un joven, a quien Jesús encomendó el cuidado de su madre: “He aquí tu madre”. Y, a ella: “He aquí tu hijo”.
Aquellas palabras percutieron en mí con más fuerza que los martillazos e, instintivamente, me acerqué a aquella mujer capaz de llorar en el silencio más elocuente que yo jamás había visto. El joven me cogió del brazo y me invitó a situarme a su lado.
Jesús hablaba a las alturas. No pude entender bien lo que decía. Dio un gran grito. e inclinó la cabeza.
Había muerto.
Un silencio espectral vació mi corazón de todo sentimiento. Hubo ruido exterior, truenos, oscuridad y movimiento de tierras, pero, junto a María y al joven, llamado Juan, permanecí en silencio sin temer por mi vida. Una extraña seguridad me invadió, y comprendí que algo nuevo había sucedido.
Confirmada la muerte del ‘rey de los judíos’, los escribas, fariseos y miembros del sanedrín abandonaron el Calvario. Uno de los soldados clavó su lanza en el costado de Jesús. La escasa sangre que aún conservaba y un líquido acuoso brotaron como de una fuente.
No sé cuántas horas pasaron desde que Jesús expiró. No podíamos apartar la mirada de la cruz. Solo la agonía de los ladrones después de que les rompieran las piernas y las aisladas conversaciones, ahora temerosas e inseguras, de los mismos soldados, rompieron el misterioso silencio de aquella tarde aciaga.
Aparecieron entonces dos hombres con vestidos más lujosos, acompañados de algunos sirvientes. Juan y María les reconocieron: sus nombres eran José y Nicodemo. Entre todos desclavaron a Jesús y lo colocaron, con sumo cuidado, a los pies de su madre. María se agachó. Con la ayuda de Juan, incorporó el torso de Jesús, lo apoyó en el suyo propio y le besó con un recogimiento casi religioso, como si estuviera adorando a su propio hijo.
Me vinieron a la memoria tantos dioses fríos, hieráticos y mudos a los que había adorado sin convicción verdadera, como un acto social y sin sentido. Ahora, el cuerpo inerte de un hombre martirizado se presentaba ante mis ojos como un Dios próximo y humano que, en su atronador silencio y sufrimiento, y sin entender yo cómo, me había mostrado un camino insospechado de humanidad divina.
Consternado aún por lo que acababa de vivir, sin saber adónde iba, seguí a la comitiva que, encabezada por José, llevó el cuerpo del nazareno a un sepulcro cavado en una roca próxima a donde estábamos.
María y las mujeres prepararon el cuerpo de Jesús. Alguien preguntó quién era yo, y uno de los sirvientes de José se acercó para invitarme a abandonar el lugar. María, la madre de Jesús, le hizo una señal y autorizó que me quedara.
Me acerqué a ella y me invitó a tocar el cuerpo de su hijo. Dudé por un momento. ¡Tantas supersticiones sobre muertos había oído en mi vida! María me miró y, con la fuerza de su mirada, pasé mi mano por el rostro del cadáver, cerré los ojos por un instante y noté una mano sobre la mía. María había querido dejar su impronta en mí.
Supe en ese mismo instante que mi hombre viejo quedaría sepultado con el cuerpo de Jesús. Invadido por un ardor indescriptible que me quemaba en cuerpo y alma, decidí en ese momento, sin ruido de palabras, no dejar ya nunca de mirar el rostro de aquel hijo ni jamás soltar la mano de su madre.
Javier Vidal-Quadras, en javiervidalquadras.com.
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