A nada que uno se despista, hasta la conciencia se queda así, llena de retales de papel sin sentido, quizá rotos o mojados
Ya no sé de qué escribir. Empecé a componer este artículo hace varias semanas, y arrancaba con una paráfrasis: cuando el diablo no tiene qué hacer, enreda con las estatuas. Porque me parecía ridículo lo ocurrido en Charlottesville y, más ridículo aún, el estremecido eco mediático que tuvo aquello. Quizá ya no lo recuerden, porque luego el líder norcoreano lanzó dos misiles sobre Japón −ya había disparado otros antes− y lo de Charlottesville se olvidó en un santiamén, como debía ser.
Los misiles norcoreanos, por raro que parezca, tampoco duraron mucho en primer plano. Aquí discutíamos si Antonio Machado era franquista, poco más o menos, y en cualquier caso, la misma tontería que lo de Charlottesville, hasta que se produjeron los atentados de Barcelona y Cambrils.
Pero vinieron entonces huracanes y las inundaciones −solo merecen seguimiento mediático los huracanes e inundaciones que mojan territorio occidental, aunque maten mucho menos que los que se producen en Asia− y dos terremotos gigantescos en México −el mayor, apenas advertido−, que trajeron más muertos que todos los demás fenómenos de la naturaleza que arrasaron Texas o Florida, pero que ocuparon menos espacio en periódicos y televisiones que el incidente de Charlottesville, pese a la falsa noticia, ¡qué vergüenza para el periodismo!, de la supuesta agonía de la niña Frida.
Quizá incluso mataron más estos terremotos que la MOAB, o madre de todas las bombas, pero esto no se puede asegurar, porque no tenemos ni idea de cuántas vidas se llevó por delante el ominoso artefacto. Solo se cuentan escrupulosamente las víctimas de un lado. A mediados de septiembre ya no quedaban bombas ni huracanes ni nada, porque Donald Trump había respondido a los dos misiles norcoreanos con el lanzamiento de dos iPhones que se adueñaron del espacio editorial impreso y televisivo.
Podría escribir de eso, de que solo se calculan las víctimas de un lado. O del amigo que me cuenta su añoranza de los telediarios franquistas, aquellos en los que Pedro Macía, tan bien peinado y con su cara de buena gente, salmodiaba dolorido lo de «son los tres o cuatro de siempre / que a nada y a nadie representan / y que, a sueldo de Moscú, atentan / contra la sagrada unidad de la Patria». Por supuesto, no lo decía en verso. Las barras las he puesto yo. Mi amigo dice que echa de menos aquellos telediarios con mentiras gordas que pocos creían y de las que todos, al menos, sospechaban. Dice que ahora nos lo creemos todo, con el agravante de que los pocos que se atreven a decir algo distinto son silenciados o linchados con juicios sumarísimos como los de Franco, pero sin tribunal títere, sino directamente en las redes y mediante sentencias obscenas, cargadas de faltas de ortografía y carentes de sensibilidad o sentido común.
Advertirán, quizá, un tono de desánimo en los párrafos anteriores. No se fíen: solo he querido mostrar desordenadamente el desorden, para subrayarlo. Se necesitan intérpretes que coloquen cada cosa en su sitio y le den sentido. Antes, más o menos sesgadamente, eso lo resolvía el periodismo, pero parece que ahora −por muchas razones− está renunciando a su misión, de modo que unas noticias de muy desigual importancia sustituyen a otras, se superponen como los papeles en los tablones de anuncios, donde prevalecen siempre los últimos que se han pegado, por muy tontos o torpes que resulten.
A nada que uno se despista, hasta la conciencia se queda así, llena de retales de papel sin sentido, quizá rotos o mojados. Por eso es tan importante reaccionar, leer, buscar referencias sólidas y hacerse un criterio. Hay cómo, hay dónde.