Josef Ratzinger, desde luego, no será recordado solo por su silencio, sino por sus ocho años de pontificado y por su gigantesca producción intelectual
Ahora que asistimos a una inflación galopante de palabras, ahora que cualquiera con cuatro ideas enmohecidas, pero muy arraigadas, se atreve a hablar en cualquier foro; ahora que proliferan los logotraficantes que vacían los términos de su contenido y los rellenan con lo que más les conviene, ahora que todo el mundo tiene tanto que decir, justo ahora, se cumplen cinco años de silencio de una de las mentes más preclaras, de uno de los pensadores más profundos, cuyos libros se han llegado a vender por millones de ejemplares: tal día como mañana, en el 2013, Benedicto XVI anunció su renuncia a la Sede de Pedro.
Y desde entonces, teniendo tanto que decir, calló. Me impresiona vivamente este silencio. Josef Ratzinger, desde luego, no será recordado solo por su silencio, sino por sus ocho años de pontificado y por su gigantesca producción intelectual. Pero este mutismo ejemplar, en su caso, me parece especialmente heroico. No sabemos qué estará escribiendo, pero sí que no da su opinión sobre los principales debates teológicos que se ventilan en la Iglesia ni, por supuesto, sobre las medidas de gobierno de Francisco ni de ningún otro. Ni siquiera se deja ver, salvo algunas excepciones obligadas y casi protocolarias.
Y el libro-entrevista que le hizo Peter Seewald solo se refiere a aspectos biográficos o relacionados con su pontificado. Se podría decir que, sin Ratzinger, no hubieran sido posibles ni Juan Pablo II, a quien ayudó estrechamente durante veinte años, ni Francisco. Pero él calla y se prepara, como dice, para ir a Casa. En tiempos de tanta palabra vana, superflua, hay mucho que aprender de los silencios de un sabio anciano. Hay mucho que aprender de fidelidad.