Por el respeto que debemos a nuestros hijos, hemos de atrevernos a posicionarnos con claridad y sin complejos: lo malo es malo; y no puede ser normal por el simple hecho de que sea abundante
Hace algún tiempo te escribía y afirmaba: “Tú sigues siendo Superman”.
Si hablamos de superhéroes, yo no soy precisamente Spiderman; aunque es verdad que últimamente estoy que me subo por las paredes.
Estos días se me ha sobrado el vaso. Lo reconozco: estoy harto de leer, de escuchar, malas noticias.
Malas noticias: ¡vaya novedad!, pensarás. No, ya sé que no es algo nuevo. El mal es muy anciano; aunque siga en plena lozanía. ¿Y lo vamos a dejar estar?
Porque el mal no surge solo: lo alimentamos (o combatimos) las personas. Que podemos ahogarlo a base de bien.
Y a esto quería convocarte: en positivo. A intentar sembrar nuestro entorno de buenas acciones. Y a ir a la raíz, para primero controlar y luego reducir, hasta tratar de extinguir, la plaga dañina.
Habremos de comenzar por empapar nuestro día a día de esos pequeños grandes gestos, actos, que te mencionaba en distintas entradas del blog: ¿Recuerdas este otro post?
Guerras, persecuciones, violencias y odios fratricidas, agresiones en masa; asesinatos machistas, exterminio, maltrato o abuso de los más débiles, mercaderías de personas; violaciones y acosos, también a menores… ¡y por parte de menores!; palizas mortales a ancianos o a mendigos; tráfico y acceso a las drogas…
Muerte, dolor, lágrimas amargas: sufrimiento a manos del hombre.
Llevamos demasiado tiempo (siempre debería ser demasiado) conociendo noticias ─realidades─ dolorosas, hirientes, oscuras, sangrientas, sórdidas.
Titulares que se plasman en nuestros periódicos y aparecen en nuestros telediarios por actos que ocasionan, perpetran, seres humanos… que evidencian despreciar tal adjetivo.
También estoy cansado de otras cosas:
Por ejemplo, de que frente a buena parte de ello se funcione mucho más de forma reactiva (cuando el mal ya está hecho) que preventiva (cuando lo hubiéramos podido ¡qué podido, debido! evitar).
Me hastía el teatrillo de algunos servidores públicos (si es que esos concretos merecieran tal nombre): aquellos que solo se mueven ─o hacen que lo hacen─ cuando los estragos ya están consumados. En caliente. Ante la justa indignación ciudadana. Para plantearse erradicar (¡cuando a veces ya ni siquiera ello es posible!) las consecuencias.
Y otro aviso para algunos de quienes ostentan el poder: No basta solo ampararse detrás de las pancartas, por más que estas no sobren. Hay que actuar. Y aquí surge la siguiente pregunta.
Leía en la prensa, y escuchaba en medios radiofónicos, hablar de la falta de respeto a los derechos humanos más básicos. ¿Te acuerdas de cuando escribí “Llueve sangre”?
Otros destacaban la hipersexualización que inunda la publicidad (¡vaya noticia!, ¿ahora nos desayunamos con esto?). Recuerda el post “Mujeres, no objetos”.
O subrayaban la amplia accesibilidad a la pornografía por parte de los niños (repito: niños; recuerda mi post referido a los adolescentes).
Por no hablar de la que existe hacia las drogas.
A la vez, destacaban cómo la escasa o nula educación (esa que deberíamos facilitar, los primeros, los padres) deja el aprendizaje “en manos ajenas, manos interesadas, en ocasiones pervertidas y sin fácil control parental”.
Nos rasgamos las vestiduras.
Pero no seamos hipócritas. ¿Qué podemos esperar?
Atajemos las causas. Vayamos al origen. No somos tontos y sabemos ─o podemos conocer─ dónde está. En cada caso. Prevenir es mejor que curar.
Como dirían ahora, empoderémonos. Apoderémonos del mando. ¡Siquiera sea del mando físico, el de la tele! Por ejemplo. Para hacer zapping cuando proceda. O para apagar; sin el menor pudor. ¿Por qué? Porque a mí o a los míos nadie nos vierte y nos cuela basura a domicilio. Al menos, no con nuestra complacencia. Porque no hay autorregulación, ni control suficiente, ni respeto a parrillas horarias infantiles. Solo negocio. Porque ya basta. Hagamos clic y apaguemos. No es tan difícil: un simple botón.
Y aprovechemos ese momento para explicarnos, para escuchar y para hablar.
Pensamos con frecuencia, y con temor, sobre qué mundo vamos a dejar a nuestros hijos. Y debemos pensar (y pensar a fondo) qué hijos queremos dejar a nuestro mundo. Porque ello sí depende ─y no poco─ de nosotros.
No podemos, no debemos, abdicar de nuestra responsabilidad educativa: la primera, la del ejemplo y la coherencia. Y también la de la palabra. Sin que nos tiemble la voz ni nos atemoricen etiquetas o prejuicios.
Por el respeto que debemos a nuestros hijos, hemos de atrevernos a posicionarnos con claridad y sin complejos: lo malo es malo. Y no puede ser normal por el simple hecho de que sea abundante.
Que no lleven a nadie del ronzal ─al menos no desde nuestra pasividad─, por un desfiladero que solo conduce a un precipicio.
Alguien puede tildarme de alarmista. Estoy, sin embargo, alarmado.
Voy a acabar en positivo, con esperanza: Soy muy consciente de que hay muchas personas buenas, rectas, ingenieros del bien común, les llamaba. De la importancia de que eduquemos, siquiera sea desde la imperfección.
Y lo soy de que todo esto mejore está en tus manos. También en las mías. Sin duda. Y esto no es un cuento.
Y ya que hablamos de cuentos, déjame que te traiga uno para finalizar:
Un anciano indio cherokee relataba a su nieto la historia de una pelea entre dos lobos:
“Dentro de cada uno de nosotros se da una dura batalla entre dos lobos. Uno de ellos es un lobo malvado, violento, cargado de ira y agresividad. El otro es todo bondad, amor, alegría y compasión”.
El pequeño se quedó unos momentos pensativo y finalmente preguntó: “Oye, abuelo, ¿cuál de los dos lobos ganará?”.
Y el viejo indio respondió: “Aquél al que tú alimentes”.
¿Me ayudas a difundir? ¡Mil gracias!
José Iribas, en dametresminutos.wordpress.com.
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