Estamos propiciando la ceguera para lo que no se ve y la sordera para lo que no se oye, e incapacitando a nuestra gente para lo inaudito
En su obra La galaxia Gutenberg, Marshall McLuhan celebraba la ampliación tecnológica de los sentidos que permite ver a diario multitud de imágenes que no hemos presenciado físicamente, pero que se reproducen en los medios o se transmiten televisiva o telemáticamente. Y otro tanto se puede decir de lo que oímos: es como si estuviéramos en multitud de lugares y momentos en los que de hecho no estamos o no hemos estado nunca.
En ese sentido, y por mucho que nos pase desapercibida, la tecnología hace tiempo que ha compuesto algo similar a unas prótesis perceptivas extracorpóreas que multiplican nuestras capacidades por encima de las limitaciones físicas. Y como el pensamiento no es ajeno a los sentidos, esa ampliación perceptiva afecta a nuestro modo de pensar y concebir el mundo y nuestra presencia en él.
La potenciación tecnológica de nuestros sentidos nos convierte de hecho en desapercibidos ciborg. Como es sabido, en 1960 Clynes y Kline acuñaron el término cyborg para referirse a las mejoras tecnológicas del cuerpo humano que permitirían habitar entornos extraterrestres. Pues bien, un cierto sentido de ese carácter extraterrestre se ha logrado ya gracias a la simultaneidad visual y auditiva con la que nos comunicamos: la extraterritorialidad, o lo que es lo mismo, la victoria sobre la distancia como límite perceptivo.
Además, los grandes telescopios y sondas espaciales llevan el límite de lo que podemos ver y oír a entornos ciertamente extraterrestres. Pero en el espacio ver y oír a mucha distancia es tanto como ver y oír el pasado, pues las ondas que podemos captar surgieron hace miles y millones de años. Que el pasado se pueda ver y oír en la luz y el ruido del universo es algo que pocos podían haber imaginado. Y como eso mismo es lo que hacen posible los archivos sonoros o de imágenes históricas, resulta que el cosmos mismo es como su archivo.
Ver y oír el pasado es un privilegio que nadie ha tenido hasta el siglo XX. Pero todos los hombres de todas las épocas también han deseado poder ver u oír el futuro. El filósofo Vico sostiene que de esa pasión humana por anticipar el conocimiento del futuro nacieron las primeras prácticas religiosas, y el lenguaje viene en su ayuda porque la palabra «adivinar» está asociada a la idea de lo divino: adivinar sería participar del conocimiento divino mediante visiones o palabras que revelan el futuro.
Esa aspiración a ver el futuro está todavía latente en los alardes imaginativos de la ciencia ficción y también en los esfuerzos científicos por anticipar acontecimientos. Aunque con demasiada frecuencia las profecías científicas no pertenecen menos al género de la ficción que los fantaseos cinematográficos o literarios, lo cierto es que tales esfuerzos predictivos forman parte de nuestra portentosa capacidad para habitar el planeta y conocer vastas regiones del espacio. Verlo y oírlo todo ha sido desde antiguo una pasión humana, pero gracias al progreso tecnocientífico nunca como ahora ha sido posible ver y oír más lejos en términos físicos.
Hay, no obstante, al menos otras dos formas de potenciar lo que vemos y oímos que no deberíamos olvidar y que son cruciales para multiplicar nuestras capacidades. La primera de ellas se alcanza cerrando los ojos y quedándose en silencio. Se trata de la forma más poderosa de ver u oír superando las barreras espaciotemporales. Cuando lo hacemos, la imaginación y la memoria recuperan de inmediato el protagonismo que les negamos mediante sus multiplicaciones tecnológicas. El que consigue oír y ver algo cuando se queda en silencio o cierra los ojos, está colonizando una región perfectamente extraterrestre inaccesible para ningún otro animal y cuyos límites nos son completamente desconocidos: la intimidad.
La meditación es de entre todas las tecnologías culturales del hombre, la más capaz de enfrentarle directamente a la realidad, y no solo a la propia, sino también a la ajena. De nada le sirve al hombre conocer el universo si no es capaz de escuchar su propia voz y de verse tal y como es. Y solo quien no se esconde de sí mismo puede escuchar y ver en realidad a los otros. De hecho, solo así se puede intentar merodear la sede de lo que somos propiamente y que, como solía decirse, ni ojo vio ni oído oyó.
Y es que podría ocurrir que nos hiciéramos incapaces de ver hacia dentro en la misma medida que multiplicamos nuestra capacidad de mirar hacia fuera: volvernos ciegos o sordos a lo que somos a base de ver y oír cada vez más lejos hacia el exterior. De ahí, tal vez, que la expansión de nuestra mirada a los orígenes del universo no nos conduzca a indagar nuestro propio principio, y que el auge de la ciencia suponga la crisis de la filosofía y de cualquier clase de búsqueda interior. Parece como si el universo pudiera perder el único lugar en el que se puede decir y escuchar su nombre: la conciencia.
Además, conviene reparar en que el esfuerzo humano por hacer visibles y audibles las visiones y los sonidos interiores son las artes, ya sean visuales como la pintura y la escultura, o sonoras como la música. Los sonidos de una composición musical o el color y la forma de una pintura son, literalmente, algo que ni ojo vio ni oído oyó antes de que un hombre los creara, poniéndolos fuera desde dentro.
Lo que un pintor pinta no lo había visto nunca nadie. Ellos nos enseñan a mirar y convierten lo invisible en visible. Como el compositor crea sonidos completamente inauditos que representan los acordes del alma y de la existencia humana. Las obras de arte son en el mundo el camino hacia lo interior del hombre y del mundo, y nos enseñan a oír y mirar simultáneamente afuera y adentro.
Cuando en Europa suprimimos la enseñanza de la filosofía o marginamos las artes y ninguneamos las humanidades en favor de los conocimientos científicos y tecnológicos, estamos propiciando la ceguera para lo que no se ve y la sordera para lo que no se oye, e incapacitando a nuestra gente para lo inaudito.