Abarca todas las instancias del hombre, sin que por ello las sofoque ni encorsete
No es infrecuente que en los medios de difusión observemos el lamento acerca del trato sufrido por la Fe en ambientes hostiles. El modo de vivir la divergencia con las verdades predicadas sobre Cristo es muchas veces muy poco delicado, por no decir hosco e insultante. En la vida pública, con variadas manifestaciones, se percibe que no sabemos discrepar sin herir, máxime cuando tal disonancia toca en el hondón de muchas almas. Es habitual que ni Mahoma ni el Judaísmo sean maltratados. Y mejor que sea así. Hay autoridades que no felicitan las Navidades, pero sí lo hacen al comienzo del Ramadán; que no visitan una catedral pero aceptan gustosos el agasajo que les brinda una Logia masónica. Concurre una cuestión de ninguneo, tal vez porque mata nuestro amor propio. Es pues razonable que, aún sin poseer la fe cristiana, muchos se lamenten del trato desigual, máxime cuando roza o sobrepasa el insulto.
En nuestro país −si contamos con los de nuestro nivel de libertad y cultura− me parece advertir que hay mayor radicalización entre los divergentes, a lo que nada ayuda las miradas al pasado para demonizar a unos u otros. En muchas ocasiones concurre un fuerte olor a revancha. He leído estos días una obra de Camilleri, notable escritor italiano que se pasea por un montón de personajes de su patria desde la Guerra Mundial hasta casi nuestros días, desde un Obispo que le sorprende con su inclusión cuando le confiesa para recibir la Confirmación, hasta un André Malraux cuya lectura lo fija comunista de por vida. Asiste a campamentos fascistas y enseguida a reuniones comunistas, frente a la que parece un tanto ingenuo al ver las soñadoras e idealistas doctrinas mostradas −seguramente lo eran− olvidando las purgas, deportaciones y múltiples asesinatos en la Rusia Soviética. Pero hay un ideal que respeto.
Sin embargo, pensaba distanciarme de los que ponen en solfa la Fe e incluso de los que dan la cara por ella, al menos cuando denuncian los malos tratos recibidos a los que aludí anteriormente. Voy a repetir el título para tornar al propósito mío inicial. Además de ser el camino de salvación predicado por Jesús de Nazaret o, mejor dicho, precisamente por serlo, el Cristianismo abarca todas las instancias del hombre, sin que por ello las sofoque ni encorsete. Son muchos los modos de progresar en los campos variados y propios de la actividad humana. La Fe no conduce a soluciones unívocas en tantos cultivos que el humano trabajo realiza. No hay una cultura unidireccional cristiana, aunque pueda expresar ideas en consonancia con la de Fe. Nunca una ciencia −sea experimental o racional− es particular de católicos o evangélicos. Tampoco el progreso está cifrado en parámetros fijos a lo largo de la historia, aunque los Derechos del Hombre marquen un rumbo a seguir.
Ha sido y es tan amplia la intervención de cristianos en el avance de la ciencia y la cultura, que no sé por dónde empezar. Desde los primeros pensadores cristianos que conocieron y utilizaron la filosofía griega, hasta los premios Nobel más actuales, incluyendo los que trabajan codo con codo −por ejemplo, en estudios sobre la evolución del universo y del hombre− con científicos no creyentes, sin que suponga dificultad alguna. En otro orden de cosas, son legión quienes ejercitan tareas para mejorar lo que Francisco ha denominado las periferias, bien geográficas o existenciales, contornos de necesidad que pueden darse a nuestro lado. O, dando otro salto, podríamos caminar hasta la abolición de la esclavitud, en la que influyeron tantas personas de fe.
Un hombre de nuestro tiempo, amador del mundo y sus realidades hasta la pasión, dirigiéndose a los que deseaban formarse en una mentalidad abierta y universal, hace ya muchos años, les describía estas características: afán recto y sano −nunca frivolidad− de renovar las doctrinas típicas del pensamiento tradicional, en la filosofía y en la interpretación de la historia…; una cuidadosa atención a las orientaciones de la ciencia y del pensamiento contemporáneos; y una actitud positiva y abierta, ante la transformación actual de las estructuras sociales y de las formas de vida (cfr. Surco, 428). El Magisterio de la Iglesia de los últimos cincuenta o sesenta años ha insistido en ideas parecidas, como es lógico, con un desarrollo más amplio. Bastaría recordar a Juan XXIII, Pablo VI, etc. Hasta Francisco.
Concluyo con palabras del último Concilio: el principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales es y debe ser la persona humana.