La información puede trampearse a través de la manipulación; para engañar a tu cerebro
Hoy vamos a hablar de pan. De pan, de vino, de queso, de menús… De verdad; de verdad de la buena.
Permíteme que empiece −no es mal primer plato− por unas verduras.
Quizás, al final, pienses que he cogido el rábano por las hojas… pero este post nace de un curioso artículo periodístico. Si haces clic en el título, lo puedes leer: Cómo engañar a su cerebro para comer más verduras.
Por si ya se te está haciendo la boca agua, te anticipo que esta entrada del blog no va de gastronomía. Va de lo que tú y yo nos podemos ‘tragar’ si alguien engaña a nuestro cerebro.
Cada cosa tiene su nombre: ese que le hemos dado, precisamente, para identificarla, para poder distinguirla de otras.
Sin salir de la huerta: una lechuga es una lechuga en toda tierra de garbanzos.
Pero −a la vista de aquel artículo queda claro−, en el ámbito gastronómico cabe la ingeniería lingüística, el camuflaje verbal, la cosmética… para intentar que “te la comas”.
El reportaje periodístico al que me he referido alude a cómo un experimento de la Universidad de Stanford deja claro que “poner nombres seductores a las verduras y frutas hace que un mayor número de personas las coman”. Que se las traguen, vaya.
Esa “manipulación” cabe en muchos otros ámbitos, no precisamente gastronómicos.
En el artículo mencionado, la periodista Elena Hornillo nos relataba que su equipo y ella habían acudido a restaurantes expertos en verduras para ver cómo denominan sus platos a fin de hacerlos más atractivos.
Y aportaba distintos ejemplos:
Desde otro punto de vista, desconociendo −sin duda− el estudio de Stanford, el humorista Leo Harlem lo valoraba así:
Bromas aparte: siempre he sido un gran aficionado al marketing, a la comunicación…
En todo caso, tras la lectura del reportaje, me quedé con una copla: su título. Cómo engañar al cerebro… para comer más verduras.
Y pensé. Pensé en que (y no hablo ya de restaurantes) en el mundo en que vivimos, algunos pretenden darnos gato por liebre. Y, a veces, lo logran.
Cambian el nombre de las cosas y, a fuerza de insistir en que el pobre gato tiene derecho a denominarse liebre y que otra cosa sería discriminatoria para el gato, ya todo minino resulta poder denominarse liebre.
Y, por ello, al ser denominados tanto uno como otra “liebres”, en realidad ya no hay forma de identificar nominalmente a ese que realmente es el mamífero lagomorfo parecido al conejo. Ni de diferenciarlo del felino.
Así que, quizás sin sospecharlo, te puedes indigestar a base de comer gato. Por más salsas lingüísticas que lo cubran… gato.
Vivimos en una sociedad que presume de ser cada día más libre, de reconocer más libertades.
Todos sabemos que libertad e información están relacionadas. Sin información veraz, no hay quien pueda ponderar asunto alguno con unas mínimas garantías; ni posicionarse con criterio fundado.
Y la información −lo hemos visto en un asunto banal− puede trampearse a través de la manipulación. Para engañar a tu cerebro.
Aludo aquí a algo sustancial: la ingeniería lingüística para lograr la transformación −sedada− de la sociedad. Y me refiero, como poco, a algunos eufemismos mendaces: tramposos. Esos que utilizan los que están convencidos de que “con azúcar entra mejor”.
Hay quienes buscan imponer (e imponen, a veces) a la sociedad su visión ideológica, a base de imponer su verbo. Mientras otros miran para otro lado o hacen el don Tancredo.
Me viene a la memoria Fernando Lázaro Carreter, cuando subrayaba cómo el lenguaje ordena la visión del mundo y cómo su perversión es uno de los peligros de mayor entidad a los que se enfrenta una democracia.
“Si cambiamos las palabras, cambiará la percepción social e incluso la realidad”. Eso es lo que piensan, sí: que ‘tragaremos’ aquello que nos echen adobado en salsas manipuladoras. Porque, como se ha demostrado hasta en Stanford, en el caso de las verduras, no es indiferente nombrar algo de una u otra forma. Algunos lo tienen muy claro.
Escribía, ya en 2004, un amigo catedrático de Lengua española en la Universidad de Navarra, Manuel Casado: “Es tal la fuerza evocadora de la palabra directa que (con los eufemismos) se busca un sucedáneo o subterfugio que difumine la presencia de lo mentado”.
Y continuaba el profesor: “… Amparándose en el hecho de que el lenguaje lo aguanta todo, no han faltado nunca −tampoco hoy− prestidigitadores de la palabra dispuestos a hacer del eufemismo un uso estratégico persuasivo −seductor, mejor− al servicio de variados intereses. Las ideologías comunista y nazi tienen un capítulo propio también en la historia lingüística del siglo XX. Y el capítulo del terrorismo −continuaba afirmando− aún sigue abierto. En todos estos casos se empieza hablando de eliminar prejuicios morales del lenguaje corriente y se termina por diseñar una lengua ideologizada capaz de justificar cualquier aberración… Aquí es cita obligada la novela de Orwell 1984, con su metamorfosis del “Ministerio de la Guerra” en “Ministerio del Amor”, supongo que pasando antes por “Ministerio del Ejército”, “Ministerio de Defensa” y “Ministerio de Seguridad”.
Y añadía: “Desde hace algunos lustros vivimos, en consecuencia, instalados en la mismísima torre de Babel. Pero, ojo, en una Babel en que, a diferencia de la bíblica, pronunciamos materialmente las mismas palabras, pero con significados harto diferentes…”. Y, mira por dónde, ahí nos levanta la liebre…
Concluía el profesor Casado subrayando: “Habría que tener un mayor respeto al lenguaje. El lenguaje no es un juguete. Lo que hacemos con el lenguaje queda dentro de nosotros: nos lo hacemos a nosotros mismos. Como decía Octavio Paz, si se corrompe, nos corrompe. Si jubilamos las palabras que contienen lo que algunos llaman “prejuicios morales”, es decir, contenido ético (vg. robo, asesinato, chantaje terrorista, traición, tortura, prostitución, aborto, eutanasia…), estamos jubilando nuestra propia conciencia y nuestra dignidad. Escribe Amado Nervo que “nada más que con dar a las cosas su verdadero nombre se produciría la revolución moral más tremenda que han visto los siglos”.
Finalizaba Manuel Casado, ya en 2004: “Ojalá no tengamos que lamentarnos… de haber sido complacientes con una mentalidad que quiere cambiarnos las palabras corrientes e imponer un lenguaje de diseño políticamente correcto” acorde con la ideología en boga.
Ojalá.
Ya sabes que −por si acaso− yo en su día te animaba: Sé libre. Vive.
O te interrogaba (provocación de amigo): ¿Te atreves a nadar a contracorriente?
Empecemos por lo más claro. Sin complejos y hasta con desparpajo: por llamar al pan, pan y al vino, vino.
Para que no nos la den con queso.
Concluyo: Imponer un lenguaje tramposo, a base de “corrección política” a carretadas, puede ser tan mendaz como las llamadas fake news: la posverdad. O sea, la mentira.
Y ya que en este post ha habido gatos, e incluso liebres, ¡a otro perro con ese hueso!
¿Difundes, please? ¡Muchas gracias (en cualquier caso)!
José Iribas, en dametresminutos.wordpress.com.
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