Ante el invierno demográfico no debemos reaccionar movidos sólo por el miedo o el temor, sino por la convicción. Hay pocos lugares más felices que las familias donde se crían dos, tres, cuatro o más hijos
Hace unos días, el periodista Alberto Asensi daba en el clavo con una de sus reflexiones sobre el aborto: “Imagina cómo sería España si entre nosotros hubiera dos millones más de habitantes, todos entre 0 y 30 años de edad. ¡Dos millones de niños y jóvenes! Savia nueva en un país envejecido… Pero no están, a esos dos millones nos los hemos cargado, de forma legal, antes de que nacieran”.
Me he acordado de sus palabras en estos días en que me he recorrido las provincias de León, Palencia, Zaragoza y Teruel, y me daba cuenta del grado terrible de despoblación al que hemos llegado en España.
Pueblos muertos, sin vida, abandonados. Plazas desiertas, negocios cerrados y sólo algún que otro anciano que paseaba de cuando en cuando por las calles vacías. Es el resultado de una sociedad como la nuestra, donde ya ni siquiera se produce el relevo generacional.
¿Se imaginan, como dice Asensi, esos mismos pueblos con niños jugando en las plazas y parques, las aulas de los colegios llenas y con bullicio y animación en comercios y bares?
En las grandes ciudades, la despoblación y el envejecimiento pasan más desapercibidos, pero en los municipios pequeños es una evidencia que no se puede esconder. ¿De verdad queremos ir hacia ese suicidio de la sociedad occidental?
Escribía en estas mismas páginasFrancisco José Contreras, trazando un paralelismo entre lo que ocurre en nuestra sociedad y lo que sucedió en los estertores del imperio romano, que “es probable que ya en el siglo I no se llegase siquiera al reemplazo generacional. A partir del siglo III comienza el proceso de desurbanización: las ciudades pierden población, algunas quedan abandonadas”.
Las causas de este invierno demográfico eran muy similares a las que tenemos hoy en día: el aborto, que ya se practicaba en aquella época con técnicas peligrosísimas para la madre (“ingerir un veneno en dosis solo ligeramente inferiores a las letales para un adulto”); unos rudimentarios métodos anticonceptivos; la homosexualidad, y el hecho de que los romanos llegaran al punto de dejar de casarse. Parece que no hay nada nuevo bajo el sol.
Sobre este último punto, el de los matrimonios, hace unos días escribíaJavier Paredes que “durante el primer semestre de 2017, solo se celebraron 68.769 matrimonios, de los que 54.376 fueron civiles, 13.101 matrimonios católicos, 415 de otras religiones y 877 matrimonios en los que no consta la fórmula elegida. Así pues, solo el 19% de los matrimonios en España se acoge al sacramento”.
¿Hay algo mejor que una familia donde las personas se sienten queridas y aceptadas por lo que son?
Además, por cada seis matrimonios que se producen por la Iglesia, se celebra una unión homosexual. Unas cifras que no tienen parangón en la historia de España.
El resultado de todo esto, en el caso de Roma, ya lo conocemos y nos lo recuerda Contreras: “Debilitado demográficamente, el imperio era ya incapaz de defender sus fronteras o cultivar sus campos; la ‘solución’ fue la inmigración (¿nos suena?)”.
Pero ante este panorama no debemos reaccionar movidos sólo por el miedo o el temor, sino por la convicción. Personalmente, conozco pocos lugares más felices que las familias donde se crían dos, tres, cuatro o más hijos y los padres saben educarlos con cariño, dulzura y una necesaria exigencia.
¿Hay algo mejor que una familia donde las personas se sienten queridas y aceptadas por lo que son; donde se descubren las fortalezas de cada uno y se alimenta la autoestima de cada miembro? ¿Hay algo más atractivo para el mundo que ver a unas personas que se quieren y que transmiten ese cariño a sus hijos?