La pregunta podría ser “¿Para qué le servimos nosotros al Papa?”, ya que un hombre que carga sobre sus hombros a una institución cuya apuesta es ennoblecer a la humanidad se merece toda la ayuda posible
La tradicional fumata bianca del Vaticano, que anuncia al mundo que ha sido elegido un nuevo sucesor de San Pedro, es sólo el comienzo de lo que ha sido descrito como uno de los cargos más extenuantes, complejos y difíciles de sobrellevar en el mundo: ser el Papa de la Iglesia Católica.
Un indicio de aquello es quizás lo que le sucede al pontífice recién electo, quien, tras bambalinas, mientras el mundo espera conocer su identidad, es llevado a la “pieza de las lágrimas”, denominada así porque más de algún candidato ha cedido ante la emoción y se ha preguntado si sus hombros serán tan fuertes como los de Pedro para encabezar un credo con más de 1.200 millones de fieles, quienes durante todo su pontificado tendrán más preguntas que respuestas sobre la Fe.
Es así como a lo largo de más de dos mil años los distintos Vicarios de Cristo han visto surgir todo tipo de historias en torno a su Iglesia. Algunas son ciertas, otras nunca sucedieron. Algunas fueron elaboradas para sostener sus muros y edificar hacia arriba; otras lo que buscaron era horadar las bases para verla caer; y es por esto que nada resulta común ni fácil cuando se habla sobre la Iglesia Católica; menos aún cuando se hace referencia a esa persona investida para ser el puente entre el Cielo y la tierra de su feligresía.
El título de esta columna es tan universal como la Iglesia misma. Una pregunta que atañe tanto a creyentes como a incrédulos y que hoy, en un mundo cada vez más secularizado, se hace necesario responder. Chile acaba de recibir al Papa Francisco, por lo que es válido preguntarse: ¿para qué nos sirvió?
Desde el momento en que fue proclamado Papa, en marzo de 2013, Mario Bergoglio ya nos era familiar. Por ser argentino, nos era fácil identificar sus modismos, visualizar su trabajo en las villas miseria de Buenos Aires, entendíamos su pasión por el San Lorenzo y conocíamos su característica austeridad jesuita. Sin embargo, eso era a la distancia, cuando nosotros lo mirábamos desde Santiago de Chile, lejos de Roma y la Curia Vaticana.
Asumió en Roma con 76 años y llegó a Chile con 81, permitiéndonos apreciarlo de cerca. Con un liderazgo que sabe adecuarse a cada momento, el Papa Francisco reconoce que vaya a donde vaya −Chile no sería la excepción− su presencia sería un referente para algunos y una figura controvertida para otros.
Al igual que sus predecesores, Francisco no sólo es culto, políglota y poseedor de una muy buen memoria, sino también fiel reflejo de otras virtudes humanas tan o más necesarias que la erudición (y mucho más difíciles de adquirir): perseverancia, humildad y confianza. Estos tres elementos lograron cruzar cada una de sus intervenciones. Desde la presidiarias de San Joaquín que le cantaron emocionadas, hasta la bendición en mapudungún que recibió en La Araucanía. Un Papa sabe reconocer a su prójimo, valorar su dignidad y honrar su existencia.
Recibir a este Papa sirvió para oxigenar el ambiente, para “mirarnos al espejo” y valorar lo que somos, y para poder acercarnos a un tipo de liderazgo poco tradicional. Un liderazgo no líquido, sino trascendente, con una substancia que no cambia, aunque sí conoce las tendencias sociales que nos afectan, que no se aísla, que no amedrenta a los adversarios y que ha logrado, durante dos milenios, responder a la diversidad de inquietudes humanas.
Con la frase “Recen por mí” después de cada intervención, este líder mundial nos dejó el broche de oro, incluso para los oídos de los no creyentes; porque con esas palabras nos invitó a querer confiar en el otro, a acrecentar los lazos de lealtad y a perseverar en los compromisos; por lo tanto, la pregunta no es “¿Para qué sirve un Papa?”, sino al revés: “¿Para qué le servimos nosotros al Papa?”, ya que un hombre que carga sobre sus hombros a una institución cuya apuesta es ennoblecer a la humanidad se merece toda la ayuda posible.