El Papa habla de la verdad que satisface la inteligencia; del valor que estimula la voluntad; y de la vida que, como un don, permite que conozcamos y amemos
Francisco ya está entre nosotros: involucrado, interactivo, reactivo, propositivo. Uno más, por su común humanidad con la nuestra −cristiana e iberoamericana−, pero uno menos para aquellos que no han querido acogerlo.
En estas pocas horas en nuestra patria, él está haciendo todo lo que puede. Si algunos lo quieren rechazar, ciertamente la culpa no será del Papa.
¿Por qué ponerle atención a todo lo que está diciendo? ¿Por qué meditarlo y conversarlo en los días próximos?
Porque habla de las tres V: de la verdad, del valor y de la vida. De la verdad que satisface la inteligencia; del valor que estimula la voluntad; y de la vida que, como un don, permite que conozcamos y amemos.
¿Pero no es Francisco el líder de una institución a la que se puede criticar por su inconsecuencia en relación con la verdad, con el valor y con la vida? ¿No invalidan acaso esas incoherencias el mensaje que Francisco nos entrega?
Por cierto, qué idílico sería que a cada ideal correspondiera una práctica perfectamente adecuada. Pero eso no sucede. Y por lo tanto, cuando un profesor comete un error en la ecuación que está explicando, lo sensato es reconocer que la equivocación ha sido suya, pero que las matemáticas siguen siendo ciencia exacta; y si un político maneja a exceso de velocidad, la democracia no pierde validez por su falta; ni tampoco la autoridad paterna queda anulada porque el progenitor acaba de caerse de la bicicleta, lamentablemente justo delante de sus jóvenes vástagos.
Pero, nos dirán, es que esa argumentación no vale, porque mientras más alto el mensaje, más coherencia exige. Pero, les diremos, justamente por ser de tanta categoría lo que se pide, más difícil es lograrlo y más comprensión nos tenemos que tener unos con otros: los que emiten la buena nueva con los que la reciben y los que la reciben con los que la emiten. Todos iguales, todos falibles, pero el mensaje permanece inalterado, como las matemáticas, como la paternidad, como la democracia. Inalterado y sublime en su noble exigencia.
Por supuesto que los tres ejemplos anteriores −hay que reconocerlo− no tocan la esencia última del problema, porque al fin de cuentas, el asunto supera completamente toda contingencia, ya que se trata finalmente de Dios.
Sí, de Dios.
No del Papa, de la Iglesia, de las matemáticas, de la paternidad o de la democracia, sino, ¡qué terrible!, de Dios.
Esa es la cuestión −la Persona− a la que está enfrentada la conciencia de cada habitante de estas tierras, Chile y Perú, en esta semana notable. Se puede huir del problema con diatribas y con insultos, o mediante rituales y formulismos vacíos, pero el problema de Dios seguirá ahí. Seguirá ahí, seguirá ahí...
Está ahí desde que la religión originaria de nuestros pueblos, la católica, les diera forma junto a la lengua castellana, junto al arte barroco y junto a las instituciones indianas, todo en el humus del mestizaje racial.
Ese fue el ADN espiritual de nuestros padres y abuelos, y así para atrás. ¿Estaban todos locos? ¿Eran tontos de capirote? ¿Creían y trataban de amar a Dios de puro ignorantes y anticuados que eran? ¿Lo que nos legaron es totalmente desechable?
Cuando Francisco deje mañana nuestro territorio, cuando pocos días después abandone el Perú, habrá comenzado el futuro. Un futuro que resulta muy cómodo colocar en manos de los gobiernos y de las organizaciones, de los procesos y de las circunstancias, de la técnica y de la evolución, pero que en realidad depende de la decisión íntima y radical de cada persona humana, de la aproximación de cada uno de nosotros a la verdad, al valor y a la vida.
Con toda libertad, con total responsabilidad, de nuestra aproximación al problema, a la realidad de Dios.
Gonzalo Rojas, en elmercurio.com.
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