El Papa ha presidido la Misa de la Solemnidad de Santa María Madre de Dios
“Para que la fe no se reduzca sólo a una idea o doctrina, todos necesitamos de un corazón de madre, que sepa custodiar la ternura de Dios y escuchar los latidos del hombre”, ha afirmado el Papa en su homilía, por lo que, “como hijos simplemente los invito a saludarla hoy con el saludo de los cristianos de Éfeso ante sus Obispos: ¡Santa Madre de Dios! Digamos tres veces, todos juntos desde el corazón: ¡Santa Madre de Dios! ¡Santa Madre de Dios! ¡Santa Madre de Dios!”.
Homilía del Santo Padre
El año se abre en el nombre de la Madre de Dios. Madre de Dios es el título más importante de la Virgen. Pero podría surgir una pregunta: ¿por qué decimos Madre de Dios y no Madre de Jesús? Algunos, en el pasado, querían limitarse a eso, pero la Iglesia afirmó: María es Madre de Dios. Debemos estar agradecidos porque en esas palabras se encierra una verdad espléndida sobre Dios y sobre nosotros. Y es que, desde que el Señor se encarnó en María, desde entonces y para siempre, lleva nuestra humanidad a cuestas. Ya no hay Dios sin hombre: la carne que Jesús tomó de su Madre es suya también ahora y lo será siempre. Decir Madre de Dios nos recuerda esto: Dios está cerca de la humanidad como un niño de la madre que lo lleva en brazos.
La palabra madre (mater), remite también a la palabra materia. En su Madre, el Dios del cielo, el Dios infinito se hizo pequeño, se hizo materia, para estar no solo con nosotros, sino también como nosotros. Ese es el milagro, esa es la novedad: el hombre ya no está solo; ya nunca estará huérfano, es para siempre hijo. El año se abre con esta novedad. Y nosotros la proclamamos así, diciendo: ¡Madre de Dios! Es la alegría de saber que nuestra soledad es vencida. Es la belleza de sabernos hijos amados, de saber que nuestra infancia nunca se nos quitará. Es reflejarnos en el Dios frágil y niño en brazos de su Madre y ver que la humanidad es querida y sagrada para el Señor. Por eso, servir a la vida humana es servir a Dios, y toda vida, desde la que está en el seno de su madre a la anciana, sufriente y enferma, a la incómoda e incluso repugnante, debe ser acogida, amada y ayudada.
Dejémonos ahora guiar por el Evangelio de hoy. De la Madre de Dios se dice una sola frase: «Conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (Lc 2,19). Conservaba. Simplemente conservaba. María no habla: el Evangelio no recoge ni una palabra suya en todo el relato de la Navidad. También en esto la Madre está unida al Hijo: Jesús es un infante, o sea “sin palabra”. Él, el Verbo, la Palabra de Dios que «muchas veces y de diversos modos había hablado en los tiempos antiguos» (Hb 1,1), ahora, en la «plenitud de los tiempos» (Gal 4,4), está mudo. El Dios ante quien uno se calla es un niño que no habla. Su majestad es sin palabras, su misterio de amor se revela en la pequeñez. Esa pequeñez silenciosa es el lenguaje de su realeza. La Madre se asocia al Hijo y conserva en el silencio.
Y el silencio nos dice que también nosotros, si queremos conservarnos, necesitamos el silencio. Necesitamos permanecer en silencio mirando el pesebre. Porque ante el pesebre nos descubrimos amados, saboreamos el sentido genuino de la vida. Y mirando en silencio, dejamos que Jesús hable a nuestro corazón: que su pequeñez desmonte nuestra soberbia, que su pobreza choque ante nuestros lujos, que su ternura remueva nuestro corazón insensible. Reservar cada día un momento de silencio con Dios es conservar nuestra alma; es conservar nuestra libertad de las banalidades corrosivas del consumo y de la mareante publicidad, de la propagación de palabras vacías y de las olas de chismorreos y ruidos que nos revuelcan.
María conservaba, prosigue el Evangelio, todas esas cosas, meditándolas. ¿Qué eran esas cosas? Eran alegrías y dolores: de una parte, el nacimiento de Jesús, el amor de José, la visita de los pastores, aquella noche de luz. Pero por otra, un futuro incierto, la falta de una casa, «porque no había lugar para ellos en la posada» (Lc 2,7); la tristeza del rechazo; la contrariedad de haber hecho nacer a Jesús en un establo. Esperanzas y angustias, luces y tinieblas: todas esas cosas poblaban el corazón de María. ¿Y Ella qué hizo? Las meditó, es decir, las llevó a la oración con Dios en su corazón. No se quedó nada para Ella, no encerró nada en la soledad ni lo ahogó en amargura, todo lo llevó a Dios. Así lo conservó. Confiándose, uno se conserva: no dejando la vida a merced del miedo, del desánimo o de la superstición, no encerrándose o procurando olvidar, sino haciendo de todo un diálogo con Dios. Y Dios, que nos lleva en su corazón, viene a habitar nuestras vidas.
Esos son los secretos de la Madre de Dios: conservar en silencio y llevar a Dios. Esto sucedía, concluye el Evangelio, en su corazón. El corazón invita a mirar al centro de la persona, de los afectos, de la vida. También nosotros, cristianos en camino, al inicio del año, sentimos la necesidad de recomenzar desde el centro, de dejar atrás el lastre del pasado y recomenzar por lo que importa. Ese es hoy, ante nosotros, el punto de partida: la Madre de Dios. Porque María es como Dios nos quiere, como quiere su Iglesia: Madre tierna, humilde, pobre de cosas y rica de amor, libre del pecado, unida a Jesús, que conserva a Dios en su corazón y al prójimo en su vida. Para recomenzar, miremos a la Madre. En su corazón late el corazón de la Iglesia. Para ir adelante, nos dice la fiesta de hoy, hay que volver atrás: recomenzar desde el pesebre, desde la Madre que tiene en brazos a Dios.
La devoción a María no es un adorno espiritual, es una exigencia de la vida cristiana. Mirando a la Madre nos sentimos animados a dejar tanto lastre inútil y recuperar lo que importa. El don de la Madre, el don de toda madre y de toda mujer es tan precioso para la Iglesia, que es madre y mujer. Y mientras el hombre a menudo abstrae, afirma e impone ideas, la mujer, la madre, sabe conservar, unir en el corazón, vivificar. Para que la fe no se reduzca solo a idea o doctrina, necesitamos todos un corazón de madre, que sepa conservar la ternura de Dios y escuchar los latidos del hombre. Que la Madre, firma del autor de Dios sobre la humanidad, conserve este año y traiga la paz de su Hijo a los corazones, a nuestros corazones, y al mundo. Y como hijos, simplemente, os invito a saludarla hoy con el saludo de los cristianos de Éfeso, ante sus obispos: “¡Santa Madre de Dios!”. Digamos tres veces, desde el corazón, todos juntos, mirándola [mira la estatua que está junto al altar]: “¡Santa Madre de Dios!”.