Ángelus y Te Deum del Papa del último domingo de diciembre de 2017
“Jesús ha venido para hacer caer las falsas imágenes que nos hacemos de Dios y también de nosotros mismos” (Ángelus).
“Gratitud por los artesanos del bien común” (Te Deum).
¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
En este primer domingo después de Navidad, celebramos la Sagrada Familia de Nazaret, y el Evangelio nos invita a reflexionar en la experiencia vivida por María, José y Jesús, mientras crecen juntos como familia en el amor mutuo y en la confianza en Dios. De esta confianza es expresión el rito realizado por María y José con el ofrecimiento del hijo Jesús a Dios. El Evangelio dice: «Llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor» (Lc 2,22), como pedía la ley mosaica. Los padres de Jesús van al templo para manifestar que el hijo pertenece a Dios y que ellos son los custodios de su vida y no los propietarios. Y esto nos hace pensar: todos los padres son custodios de la vida de sus hijos, no propietarios, y deben ayudarles a crecer, a madurar.
Este gesto subraya que solo Dios es el Señor de la historia individual y familiar; todo nos viene de Él. Toda familia está llamada a reconocer dicho primado, custodiando y educando a los hijos a abrirse a Dios, que es la fuente misma de la vida. Por ahí pasa el secreto de la juventud interior, manifestado paradójicamente en el Evangelio por una pareja de ancianos, Simeón y Ana. El viejo Simeón, en concreto, inspirado por el Espíritu Santo dice, a propósito del Niño Jesús: «Éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como un signo de contradicción: así quedará clara la actitud de muchos corazones» (vv. 34-35).
Estas palabras proféticas revelan que Jesús vino para hacer caer las falsas imágenes que nos hacemos de Dios y también de nosotros mismos; para “contradecir” las seguridades mundanas en las que pretendemos apoyarnos; para “levantarnos” a un camino humano y cristiano verdadero, fundado en los valores del Evangelio. No hay situación familiar que esté excluida de ese camino nuevo de renacimiento y de resurrección. Y cada vez que las familias, también las heridas y marcadas por fragilidades, fracasos y dificultades, vuelven a la fuente de la experiencia cristiana, se abren sendas nuevas y posibilidades impensadas.
El relato evangélico de hoy narra que María y José, «cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo −dice el Evangelio− y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba» (vv. 39-40). Una gran alegría para la familia es el crecimiento de los hijos, todos lo sabemos. Están destinados a desarrollarse y fortalecerse, a adquirir sabiduría y acoger la gracia de Dios, justo como le pasó a Jesús. Él es de verdad uno de nosotros: el Hijo de Dios se hace niño, acepta crecer, fortalecerse, está lleno de sabiduría y la gracia de Dios está sobre Él. María y José tienen la alegría de ver todo eso en su hijo; y esa es la misión a la que está orientada la familia: crear las condiciones favorables para el crecimiento armónico y pleno de los hijos, para que puedan vivir una vida buena, digna de Dios y constructiva para el mundo.
Este es el deseo que dirijo a todas las familias hoy, acompañándolo con la invocación a María, Reina de la Familia.
Queridos hermanos y hermanas, expreso mi cercanía a los hermanos Coptos Ortodoxos de Egipto, afectados hace dos días por dos atentados en una iglesia y en una tienda en la periferia de El Cairo. Que el Señor acoja las almas de los difuntos, sostenga s los heridos, a los familiares y a toda la comunidad, y convierta los corazones de los violentes.
Hoy dirijo un saludo especial a las familias aquí presentes, y también a las que participan desde casa. Que la Sagrada Familia os bendiga y os guíe en vuestro camino.
Os saludo a todos, romanos y peregrinos; en particular, a los grupos parroquiales, a las asociaciones y a los jóvenes. No nos olvidemos en este día de dar gracias a Dios por el año transcurrido y por todo el bien recibido. Nos vendrá bien, a cada uno, tomarnos un poco de tiempo para pensar cuántas cosas buenas he recibido del Señor este año, y agradecerlas. Y si ha habido pruebas, dificultades, darle gracias también porque nos ha ayudado a superar esos momentos. Hoy es un día de agradecimiento.
A todos deseo un feliz domingo y un sereno fin de año. Os agradezco una vez más vuestras felicitaciones y vuestras oraciones: y seguid, por favor, rezando por mí. ¡Buen provecho y hasta pronto!
En la última noche del año 2017 el Papa presidió la Celebración de las Primeras Vísperas y Te Deum en acción de Gracias en la Basílica de San Pedro
«Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo» (Gal 4,4). Esta celebración vespertina respira la atmósfera de la plenitud de los tiempos. No porque estemos en la última tarde del año solar, todo lo contrario, sino porque la fe nos hace contemplar y sentir que Jesucristo, Verbo hecho carne, ha dado plenitud al tiempo del mundo y a la historia humana.
«Nacido de mujer» (v. 4). La primera en experimentar ese sentido de la plenitud dada por la presencia de Jesús fue precisamente la «mujer» de la que Él «nació». La Madre del Hijo encarnado, Madre de Dios. A través de Ella, por así decir, brotó la plenitud del tiempo: a través de su corazón humilde y lleno de fe, a través de su carne completamente impregnada por el Espíritu Santo.
De Ella la Iglesia ha heredado y continuamente hereda esta percepción interior de la plenitud, que alimenta un sentido de gratitud, como única respuesta humana digna del don inmenso de Dios. Una gratitud conmovedora que, partiendo de la contemplación de ese Niño envuelto en pañales y puesto en un pesebre, se extiende a todo y a todos, al mundo entero. Es un “gracias” que refleja la Gracia; no viene de nosotros, sino de Él; no viene del yo, sino de Dios, e involucra al yo y al nosotros.
En esa atmósfera creada por el Espíritu Santo, elevamos a Dios el hacimiento de gracias por el año que llega a su fin, reconociendo que todo el bien es don suyo.
También este tiempo del año 2017, que Dios nos había dado íntegro y sano, los hombres lo hemos malgastado y herido de tantos modos con obras de muerte, con mentiras e injusticias. Las guerras son la señal flagrante de ese orgullo recurrente y absurdo. Pero también lo son todas las pequeñas y grandes ofensas a la vida, a la verdad, a la fraternidad, que causan múltiples formas de degradación humana, social y ambiental. De todo eso queremos y debemos asumir, ante Dios, los hermanos y la creación, nuestra responsabilidad.
Pero esta tarde prevalece la gracia de Jesús y su reflejo en María. Y prevalece por eso la gratitud que, como Obispo de Roma, siento en el alma pensando en la gente que vive con el corazón abierto en esta ciudad.
Tengo un sentimiento de simpatía y gratitud por todas las personas que cada día contribuyen con pequeños pero preciosos gestos concretos al bien de Roma: procuran cumplir lo mejor posible su deber, se mueven en el tráfico con criterio y prudencia, respetan los lugares públicos y señalan las cosas que no van, están atentos a las personas ancianas o con dificultad, etc. Esos y otros miles de comportamientos expresan concretamente el amor por la ciudad. Sin discursos, sin publicidad, sino con un estilo de educación cívica practicada en la vida ordinaria. Y así cooperan silenciosamente al bien común.
Igualmente siento en mí una gran estima por los padres, los profesores y todos los educadores que, con ese mismo estilo, procuran formar a niños y jóvenes en el sentido cívico, en una ética de la responsabilidad, educándoles a sentirse parte, a preocuparse, a interesarse por la realidad que les rodea.
Esas personas, aunque no sean noticia, son la mayor parte de la gente que vive en Roma. Y entre ellos no pocas se encuentran en condiciones de estrechez económica; pero no van por ahí llorando, ni albergan resentimientos ni rencores, sino que se esfuerzan por hacer cada día su parte para mejorar un poco las cosas.
Hoy, al dar gracias a Dios, os invito a expresar también el reconocimiento por todos esos artesanos del bien común, que aman su ciudad no con palabras sino con obras.
Fuente: vatican.va.
Traducción de Luis Montoya.
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