El Santo Padre ha rendido hoy homenaje a la Virgen en una fiesta de especial trascendencia para la Iglesia: la declaración del dogma de la Inmaculada Concepción en 1854
Oración del Santo Padre a la Inmaculada
Madre Inmaculada, por quinta vez vengo a tus pies como Obispo de Roma, a rendirte homenaje en nombre de todos los habitantes de esta ciudad. Queremos agradecerte el constante cuidado con que nos acompañas en nuestro camino: el camino de las familias, parroquias, comunidades religiosas; el camino de los que todos los días, a veces con dificultad, pasan por Roma para ir a trabajar; el camino de los enfermos, de los ancianos, de todos los pobres, de tantas personas que emigraron desde tierras de guerra y hambre. Gracias porque, tan pronto como dirigimos a ti un pensamiento, una mirada o un fugaz Avemaría, siempre sentimos tu presencia materna, tierna y fuerte.
Madre, ayuda a esta ciudad a crear “anticuerpos” contra algunos virus de nuestro tiempo: la indiferencia, que dice: “no me afecta”; la mala educación cívica que desprecia el bien común; el miedo al diferente y al extranjero; el conformismo disfrazado de transgresión; la hipocresía de acusar a los demás mientras hacemos lo mismo; la resignación a la degradación ambiental y ética; la explotación de tantos hombres y mujeres. Ayúdanos a rechazar estos y otros virus con los anticuerpos que vienen del Evangelio. Haz que adquiramos la buena costumbre de leer cada día un pasaje del Evangelio y, con tu ejemplo, guardemos la Palabra en el corazón, para que, como buena semilla, dé fruto en nuestra vida.
Virgen Inmaculada, hace 175 años, a poca distancia de aquí, en la iglesia de Sant’Andrea delle Fratte, tocaste el corazón de Alphonse Ratisbonne[1], que en aquel momento de ateo y enemigo de la Iglesia se hizo cristiano. A él te mostraste como Madre de gracia y de misericordia. Concédenos también a nosotros, especialmente en las pruebas y tentaciones, fijar la mirada en tus manos abiertas que dejan bajar a la tierra las gracias del Señor, y despojarnos de toda arrogancia orgullosa, para reconocernos como verdaderamente somos: pequeños y pobres pecadores, pero siempre tus hijos. Y así poner nuestra mano en la tuya para dejarnos conducir a Jesús, nuestro hermano y salvador, y al Padre celestial, que nunca se cansa de esperarnos ni de perdonarnos cuando regresamos a Él.
Gracias, Madre, porque siempre nos escuchas. Bendice a la Iglesia que está en Roma, bendice a esta ciudad y al mundo entero. Amén.
[1] Alphonse Marie Ratisbonne (1812-1884) era un abogado y banquero que, a los 27 años, antes de casarse, decidió viajar a Jerusalén, visitando las principales ciudades europeas. Estando en Roma, entró por curiosidad en la iglesia Sant'Andrea delle Fratte. Mientras la visitaba tuvo la visión de una señora de extraordinaria belleza, llena de luz, en la que reconoció a la Virgen María como aparece en la medalla milagrosa. Lo relata él mismo: «La Virgen no pronunció palabra alguna, pero lo comprendí todo. Experimenté un cambio tan completo que creí ser otro, y la alegría más ardiente brotó del fondo de mi alma; no podía ni hablar. No sabría dar cuenta de las verdades de las que adquirí conocimiento y fe. Todo lo que puedo decir es que cayó el velo que tenía ante los ojos; no un solo velo, sino la multitud de velos que me rodeaba. Salí de un abismo de tinieblas, en cuyo fondo vi las miserias extremas de las que fui librado por obra de una misericordia infinita. Tantos hombres caen tranquilamente a ese abismo con los ojos cerrados por orgullo e indiferencia. Se me pregunta cómo aprendí esas verdades, pues es cierto que nunca abrí un libro de religión, ni leí nunca una sola página de la Biblia: todo lo que sé es que, entrando en la iglesia, lo ignoraba todo, y saliendo, lo veo todo claro. No teniendo ningún conocimiento, interpreté el sentido y el espíritu de los dogmas, todo eso entró en mí, y esas impresiones, mil veces más rápidas que el pensamiento, no solo conmovieron mi ánimo, sino que lo dirigieron a una nueva vida. Los prejuicios contra el cristianismo ya no existían, el amor de Dios tomó el lugar de cualquier otro amor». Entonces decide convertirse al catolicismo, y se bautiza el 31 de enero de 1842. Ese mismo año entró en la Compañía de Jesús, y en 1848 es ordenado sacerdote (ndt).