La empresa, como la familia, o la universidad, o el club de tenis o miles de organizaciones en todo el mundo, es una actividad colectiva, compartida
Me hizo reír una entrada en el blog de Mercatornet (aquí, en inglés), firmada por una mamá canadiense. El título podría traducirse, informalmente, por “La Navidad ha llegado, da entrada a la música de Charlie Brown”, y el subtítulo “Cómo aprendí a dejar de preocuparme y disfrutar de las fiestas”. Explica cómo durante años adornaba el árbol de Navidad con gran esmero, aunque no gustaba a sus hijos; más tarde, dejaba que ellos lo adornasen, pero luego cambiaba lo que a ella no le gustaba. Y ahora, dice, deja que ellos pongan lo que quieran, y se sienta a disfrutar.
“Yo −confiesa la autora− era una de esas personas molestas que amaba todo lo que tenía que ver con la Navidad (…) Quería la perfección, pensando que mientras más me pareciera a Martha Stewart, más apreciaría mi familia la Navidad. Les robé su alegría para crear los recuerdos que yo pensaba que deberían tener. Ahora soy mayor. Y con la edad viene una nueva comprensión de lo que es realmente importante en la vida. Con esa aceptación viene el alivio del estrés y la presión de proporcionar una Navidad “perfecta” para mi familia. He aprendido que nunca seré perfecta. Algo no funcionará según lo planeado, alguien se molestará con otro, o la cola del perro golpeará el árbol”.
Como profesor de business, me gusta el mensaje. La empresa, como la familia, o la universidad, o el club de tenis o miles de organizaciones en todo el mundo, es una actividad colectiva, compartida. No es “mi” empresa, sino la empresa de todos. Claro que debe estar bien organizada, bien dirigida y bien gestionada. Pero todos debemos participar en esa actividad. Por tanto, es importante dejar que los demás aporten lo suyo. Darles libertad, y que lo sepan. Que sepan las reglas del juego: qué se puede hacer y qué no se puede hacer; qué se puede hacer sin consultar, qué cosas conviene consultar y de qué cosas hay que informar a posteriori. Y dejar que se equivoquen, sin el temor a que el jefe les riña. Por supuesto, no hay que dejar pasar la oportunidad de llamar la atención sobre algo que está mal, pero siempre en privado, para no herir a nadie; y con buena cara, y dando razones, y nunca poniéndonos nosotros como ejemplo de nada, y siempre dejando una salida airosa al que se ha equivocado, y sin hacer causa común con los que le critican… Insisto: es nuestra empresa, no la mía.