La historia de mi amigo me venía muy bien para explicar lo que, a mi parecer, no podrán hacer las máquinas
En el día de Navidad de 1962 Barcelona despertó blanca. Desde media noche empezaron a caer copos de nieve que dejaron la ciudad completamente cubierta. Incluso el NO-DO se hizo eco de ello, tomando imágenes de los barcos nevados y describiendo el bote Montblanc diciendo que “hace honor a su nombre…”: si no fuera por la triste manera de narrar, incluso el chiste tendría gracia. Me lo explicaba Eusebi, un buen amigo. Él era pequeño, entonces, y tenía un conejo en casa. Se escapó y, rascando, rascando, logró hacer como un túnel en la nieve caída en la terraza de la casa, pero no supo regresar. El pobre animal murió, una muerte dulce, dicen, pero a Eusebi no le hizo ninguna gracia la tragedia.
Me vino a la mente la historia del conejo que murió dulcemente congelado, mientras daba vueltas a este texto. En el número 4 de la revista en papel hablamos mucho de robots y mejoras que presenta la ciencia para el ser humano, no de conejos; pero la historia de mi amigo me venía muy bien para explicar lo que, a mi parecer, no podrán hacer las máquinas. Me explico.
El transhumanismo −movimiento que busca aplicar la tecnología al hombre, hasta las últimas consecuencias, para mejorarlo, y que tan bien nos explica Albert Cortina en la entrevista− da por supuesto que hasta ahora hemos sido dominados por un evolucionismo ciego que hay que superar: somos puramente azar y, a partir del 2046, la cosa cambiará totalmente. Adiós selección natural, bienvenido diseño inteligente.
Siempre se ha hablado de este futurible ser mejores gracias a los robots y a la ciencia −Metrópolis (Fritz Lang, 1927) y Blade Runner (Ridley Scott, 1982) y la segunda parte Blade Runner 2049 (Denis Villeneuve) son grandes exponentes hollywoodienses−, pero la supuesta gran novedad es que aquí no se trata de facilitarnos la vida, sino de superarla. La especie humana daría paso a una nueva, la post-humana: un ser natural-artificial parecido al humano pero que, gracias a la conexión con una inteligencia artificial, la supera absolutamente: con una superlongevidad, una superinteligencia y un superbienestar.
¿Novedad? Bueno, en realidad, nihil novum sub sole, como dice el Eclesiastés: estamos ante una nueva Babel o un nuevo Titanic. “A este barco no lo hunde ni Dios”, y apenas fueron necesarias tres horas para provocar la muerte de más de 1.500 personas. En esta ocasión se dice que podremos ser dueños y señores de nuestra propia vida y de nuestra propia muerte… Pero solo algunos: que el cine también ha hablado mucho de las inmensas diferencias sociales que puede generar todo esto por la falta o facilidad de acceso a las tecnologías… Una de las más recientes, Interstellar, de Christopher Nolan (2014).
Efectivamente, es muy interesante todo lo que el progreso y la ciencia pueden hacer por la medicina y el bien de la persona. Los avances en bioingeniería, capaces, incluso, de devolver el movimiento al que lo había perdido, son muy buenos. Ahora, atreverse a crear una nueva especie, ¡esto es harina de otro costal! Se está jugando con fuego.
Podremos hacer ciborgs; podremos crear (o hacernos) robots o hacer renacer a un muerto informatizando una acumulación de datos de toda su vida, pero… ¿podremos hacer que este nuevo ser sienta −realmente− pena por el conejo muerto dulcemente en la nieve? Permitidme que lo ponga en duda.