Una sociedad en la que no se procurase el bien común sería una sociedad atomizada y en vías de disolución
Cada persona humana está en capacidad de procurar no sólo su propio bien individual, sino también un bien superior que vaya en beneficio de los demás. “De la dignidad, unidad e igualdad de todas las personas deriva, en primer lugar, el principio del bien común, al que debe referirse todo aspecto de la vida social para encontrar plenitud de sentido” (Pontificio Consejo Justicia y Paz. Compendio de la doctrina social de la iglesia, n. 164).
Podemos entender por bien común «el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección» (Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 26).
El bien común no consiste en la simple suma de los bienes individuales, sino que es un bien superior participable por todos. Y sólo con el concurso de todos es posible lograrlo, para el presente y para el futuro.
Una sociedad en la que no se procurase el bien común sería una sociedad atomizada y en vías de disolución, si no se buscase “el bien de todos los hombres y de todo el hombre” (Catecismo de la Iglesia Católica, 1912). La persona que sólo buscase su bien individual ni siquiera alcanzaría ese bien, si olvida que es con y para los demás.
Las exigencias del bien común están en relación con las circunstancias de cada época y lugar pero tienen que ver siempre con la promoción integral de la persona y los derechos humanos. “Tales exigencias atañen, ante todo, al compromiso por la paz, a la correcta organización de los poderes del Estado, a un sólido ordenamiento jurídico, a la salvaguardia del ambiente, a la prestación de los servicios esenciales para las personas, algunos de los cuales son, al mismo tiempo, derechos del hombre: alimentación, habitación, trabajo, educación y acceso a la cultura, transporte, salud, libre circulación de las informaciones y tutela de la libertad religiosa” (San Juan XXIII, Carta enc. Mater et magistra, n. 4). Teniendo además en cuenta la cooperación internacional y el bien de las futuras generaciones.
Todos los miembros de la sociedad tienen el deber de colaborar, en la medida de sus posibilidades, en la consecución del bien común. El bien común es un deber de todos los miembros de la sociedad: ninguno está exento de colaborar, según las propias capacidades, en su consecución y desarrollo. Una visión individualista y reductiva limitaría las posibilidades de alcanzar un bien, arduo pero muy importante, que es un bien para los demás pero también el más excelente de los bienes propios.
En tal sentido sigue siendo actual la enseñanza de Pío XI, es «necesario que la partición de los bienes creados se revoque y se ajuste a las normas del bien común o de la justicia social, pues cualquier persona sensata ve cuan gravísimo trastorno acarrea consigo esta enorme diferencia actual entre unos pocos cargados de fabulosas riquezas y la incontable multitud de los necesitados» (PÍO XI, Carta enc. Quadragesimo anno, n. 197).
La edificación del bien común compete a todos los ciudadanos, y muy en especial al Estado, del que constituye la razón de ser. Las personas concretas, la familia y la sociedad civil no pueden alcanzar por sí mismas su pleno desarrollo. Las instituciones políticas deben hacer accesibles a todos los bienes necesarios: materiales, culturales, morales, espirituales, para que todos puedan vivir una vida auténticamente humana en las circunstancias históricas correspondientes.
El gobierno de cada país tiene el deber específico de armonizar con justicia los diversos intereses sectoriales, tarea importante pero difícil. En una sociedad democrática hay que tener en cuenta no sólo el interés de una mayoría circunstancial, sino el bien común, que es un bien para todos (Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1908).
Una visión economicista reduciría el bien común a sólo sus aspectos materiales, al bienestar socioeconómico, pero: “El bien común de la sociedad no es un fin autárquico; tiene valor sólo en relación al logro de los fines últimos de la persona y al bien común de toda la creación. Dios es el fin último de sus criaturas y por ningún motivo puede privarse al bien común de su dimensión trascendente, que excede y, al mismo tiempo, da cumplimiento a la dimensión histórica” (San Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, n. 41).