Para contribuir a la construcción desde la docencia de una “civilización del amor”
Hace unos meses resalté la novedad de un mensaje pontificio, dirigido a la presidente de la Academia Pontificia de Ciencias Sociales: el papa distinguía entre solidaridad y fraternidad, para evitar la dicotomía de igualdad y diversidad. La Academia abordaba en su sesión plenaria temas muy queridos del pontífice, como integración y participación social, elementos del desarrollo humano integral. Francisco eligió esta frase de Pablo VI, como es sabido, para designar el nuevo dicasterio vaticano, que ha arrancado en el quincuagésimo aniversario de la encíclica Populorum Progressio (PP).
Constituye una preocupación central del pontificado, como acaba de comprobarse una vez más en la reciente visita a Bolonia. Allí se refirió en concreto a la experiencia local cooperativa, «que nace del valor fundamental de la solidaridad. Hoy todavía tiene mucho que ofrecer, incluso para ayudar a tantos que atraviesan por dificultades y necesitan ese “ascensor social” que algunos dicen que ya no funciona. No dobleguemos nunca la solidaridad al beneficio económico, también porque así se la quitamos −podría decir, se la robamos− a los más débiles que la necesitan tanto. Buscar una sociedad más justa no es un sueño del pasado, sino un esfuerzo, una tarea que hoy tiene necesidad de todos».
Francisco aprovechó para insistir en los aspectos espirituales y éticos de la crisis económica universal: «En la raíz hay una traición del bien común tanto por los individuos como por los grupos de poder. Por lo tanto, es necesario eliminar la centralidad de la ley del beneficio y asignarla a la persona y al bien común. Pero para que esa centralidad sea real, efectiva y no sólo proclamada con palabras, es necesario aumentar las oportunidades de trabajo decente. Esta es una tarea que pertenece a toda la sociedad: en esta fase, en particular, todo el cuerpo social, en sus diversos componentes, está llamado a hacer todos los esfuerzos posibles para que el trabajo, que es el factor principal de la dignidad, sea una preocupación central».
Se trata, como había señalado el papa en diversas ocasiones y, en concreto, en un discurso pronunciado el 4 de abril, en relación con el aniversario de PP, de «integrar la dimensión individual y la comunitaria. Es innegable que somos hijos de una cultura, al menos en el mundo occidental, que ha exaltado al individuo hasta convertirlo en una isla, como si se pudiera ser felices solos. Por otro lado, no faltan puntos de vista ideológicos y poderes políticos que han aplastado a la persona, la han masificado y privado de esa libertad sin la cual el hombre ya no se siente hombre. En esta masificación están también interesados poderes económicos que quieren explotar la globalización, en lugar de fomentar un mayor intercambio entre los hombres, simplemente para imponer un mercado global del que ellos mismos dictan las reglas y cosechan los beneficios. (...) Esto se aplica todavía más a la familia, que es la primera célula de la sociedad y donde se aprende a convivir».
Considero que este es el contexto de un documento de trabajo titulado Educar en el humanismo solidario, presentado por la Congregación para la Educación Católica el pasado 22 de septiembre. Se propone contribuir a la construcción desde la docencia de una civilización del amor (frase empleada por Pablo VI el 17 de mayo de 1970, Pentecostés, y repetida muchas veces durante su pontificado). La iniciativa responde también a los cincuenta años de PP.
El documento, fechado el 16 de abril pasado, poco después del cincuentenario de la encíclica, se dirige a quienes desean «renovar cotidianamente la misión educativa de la Iglesia en los diferentes continentes», así como «proporcionar una herramienta útil para un diálogo constructivo con la sociedad civil y los organismos internacionales» (nn. 29 y 30).
Justamente porque la cuestión social es antropológica (Benedicto XVI, Caritas in veritate, 75), exige ponerla en primer plano de los sistemas educativos. Esa tarea forma parte de la misión y de la experiencia de la Iglesia, como expresó la declaración Gravissimum educationis del Concilio Vaticano II. Frente al influjo de tantas ideologías proyectadas sobre la enseñanza, es necesario, en palabras de Francisco, «humanizar la educación; es decir, transformarla en un proceso en el cual cada persona pueda desarrollar sus actitudes profundas, su vocación y contribuir así a la vocación de la propia comunidad». Lógicamente, la prioridad corresponde a la persona y a la familia «con una concepción correcta de la subsidiariedad» (n. 9).
Dentro de la importancia del documento, echo de menos un trato más detenido del papel de los laicos en esta materia. No puedo por menos de recordar aquellos nuevos areópagos descritos por Juan Pablo II en Christifideles laici... Está en juego la reorientación de la ética, frente a tantas amenazas: economicismos cuantitativos, consecuencialismos eficacistas, primacía del consumo, tolerancia de la acumulación, exceso de un individualismo apenas mitigado por la beneficencia compasiva... Se entiende bien la necesidad de que todos −especialmente quienes trabajan en la enseñanza, aun fuera de la escuela católica como tal− vivan y enseñen a pensar en los demás, desde la dignidad de la persona humana, criatura e hijo de Dios: para hacer a cada persona más capaz de dar y darse.