Un viaje conmovedor a la intimidad de unos adolescentes cuyas vidas estaban sacudidas por los malos tratos, la pobreza, la violencia, las drogas y el alcohol; pero también por un deseo latente de superarse
A sus 23 años, Erin Gruwell parecía dispuesta a comerse el mundo, un día de otoño de 1994, cuando empezaba a trabajar como profesora en el Woodrow Wilson High School, un conflictivo instituto de Long Beach, en California. Los experimentos de integración racial en las aulas de aquella escuela no parecían estar dando los resultados apetecidos.
Como profesora en prácticas, le asignaron la peor clase del instituto, la que nadie quería. Se encontró con un grupo de chicos de diferentes etnias, con problemas familiares y de adaptación social, incapaces de progresar en el estudio y a los que el sistema daba ya por irrecuperables. Lo único que aquellos chicos parecían tener en común era la rivalidad entre ellos y el convencimiento de que el sistema educativo se limitaba a retenerlos allí como fuera, hasta que llegaran a la edad legal necesaria para abandonar la escuela.
En cuanto Erin entró en clase, sus alumnos empezaron a cruzar apuestas sobre cuánto iba a durar la nueva profesora. Ella intentaba superar día a día aquel obstinado rechazo y procuraba convertir esas continuas provocaciones en ocasiones de aprendizaje.
A partir de una clase memorable, en la que logra cambiar la actitud de algunos de ellos, empieza su larga ascensión hasta lograr su plena confianza.
Se produce una transformación paulatina: los alumnos empiezan a escuchar y Erin se libera de sus prejuicios demasiado idealistas y acepta escuchar las historias que le cuentan los chicos, que hablan de los conflictos de aquellas calles en las que cada día intentan sobrevivir a una guerra no declarada.
Erin empieza a conectar con sus alumnos. Les trae discos de música urbana y algunos libros como los diarios de Ana Frank y de Zlata, con los que les abre los ojos a la experiencia de quienes han sufrido la intolerancia en ambientes distintos a los que ellos pertenecen. Sabiendo que cada uno tiene una historia que contar, les anima a escribir un diario con sus pensamientos y experiencias. Tras compartirlos con los demás, cada alumno ve que sus compañeros viven una situación de sufrimiento similar a la suya, pero desconocida para los demás. Los diarios de los chicos dejan de ser deberes de clase y se convierten en un instrumento de afirmación vital.
Cuatro años después, no sólo no habían acabado con la resistencia de su profesora, sino que aquellos alumnos de la que había sido la peor clase del instituto se disponían a ingresar en la Universidad. Erin decide entonces publicar un libro con la recopilación de esos diarios, The Freedom Writers Diary, que fue editado con gran éxito en 1999 y ha sido objeto de una película. Aquellos escritos son un viaje conmovedor a la intimidad de unos adolescentes cuyas vidas estaban sacudidas por los malos tratos, la pobreza, la violencia, las drogas y el alcohol; pero también por un deseo latente de superarse.
Cuando empezó sus clases en aquel instituto, Erin aparece ante todos los que le rodean −la directora del departamento, los otros profesores, su marido, su padre, sus alumnos− como una persona ingenua, que pronto descubrirá que sus buenos deseos no van a servir de nada. Es muy interesante ver la distinta evolución de cada uno de ellos: mientras unos la apoyan cada vez más, otros se sienten cada vez más incómodos al ver su dedicación y sus buenos resultados.
Esta historia subraya con acierto cómo debemos esforzarnos por entender a los demás y conocer mejor sus problemas. Es muy cómodo, y muy triste, abandonarse a la idea de que cualquier empeño por mejorar las cosas es una quimera. Tachar a los idealismos de ingenuidad es una infamia que ridiculiza y frena los mejores empeños de las personas, esos empeños que son precisamente los que logran cambiar lo que la mayoría se obstina en considerar inamovible.
La terquedad y el coraje en los buenos afanes debe ser respetada y alentada, sobre todo por aquellos que se consideran incapaces de imitarlos, pero que deben tener, al menos, la honestidad de admirar y estimular a quienes se consideran capaces de intentarlo.