La aventura de la vida, con sus subidas y bajadas de montaña rusa, se transforma en el más fascinante paraíso cuando se tiene la fortuna de acertar en la compañía
Un vuelo transoceánico se puede disfrutar en soledad, pero nada comparable a hacerlo con alguien cercano a tu lado. Aunque hemos llegado y partiremos de este mundo individualmente, quienes nos acompañan contribuyen a pulirnos como el mar y el viento producen a las rocas en la costa.
En estos tiempos tan adjetivos, de impúdica retransmisión en directo de la intimidad por las redes, se impone el retorno a la calidez y reserva del refugio privado, el verdadero artífice de los momentos más formidables y reconfortantes de nuestra existencia. Si falla ese impar cobijo, las posibilidades de que se vaya todo al garete se incrementan hasta el infinito. Guarecerse en él no es solamente un estupendo compensador de los avatares cotidianos, sino además una fuente inmejorable de salud.
Hace unos años cayó en mis manos un interesante estudio internacional sobre los efectos sanitarios de algunas de las tendencias actuales en materia familiar. Sus conclusiones eran inequívocas: las propuestas que se extienden en este ámbito provocan perniciosas consecuencias fisiológicas y psicológicas en sus protagonistas. Aunque constituya un anatema, se hace preciso advertir que estas modas que nos ha traído el American way of life de la mano de la publicidad, las frívolas celebridades de papel cuché, la televisión o el cine, no parecen resultar demasiado saludables en estrictos términos estadísticos.
He tenido la ventura de nacer en una familia a la que ahora a los modernos les gusta calificar con cierto retintín peyorativo −y tonillo de superioridad moral− como tradicional. Esa fantástica experiencia me ha guiado en la construcción de mi hogar, el reducto en el que encuentro mi más honda razón de ser, mi mayor patrimonio. Confío que quienes me sucedan hagan lo propio, tras descubrir por ellos mismos que no existe opción que lo supere y que, por más que se insista en lo contrario, funciona sensacionalmente.
Todo esto no sé si será factible sin cumplir la máxima sanchopancesca de que “quien acierta en el casar no le queda en qué acertar”. Esa elección sublime es la auténtica puerta de entrada a la más fascinadora vivencia que uno pueda experimentar: el maduro compromiso consistente en recorrer la vida junto a la persona a la que amas por una cuidada mezcla de profunda admiración, atracción, simpatía, equilibrio en los entornos sociales, culturales o familiares y creencia en un mismo modelo.
Este mes de agosto se cumplen dos décadas desde que comencé esa fantástica travesía vital. Recuerdo cada fotograma de esa excepcional película, que me parece un cortometraje por la fugacidad con que ha transcurrido. Me he asomado a balcones inenarrables, he divisado paisajes sobrecogedores, me han sucedido cosas extraordinarias, pero ninguna como esta, la más maravillosa e intensa que he tenido la dicha de gozar.
Ni la familia ni el matrimonio “tradicionales” están en crisis, sino vivitos y coleando. Procuran a diario inconmensurables dosis de felicidad en cualquier rincón del planeta a infinidad de personas que siguen considerando que son la fórmula magistral para vivir. Y, por lo que se ve, constituyen también un poderoso antídoto frente a los males del cuerpo y el espíritu.